En el debate hacia la reforma del artículo 2 de la Constitución local ha habido un gran «convidado de piedra»: el sentido común.
Se nos dice que no podemos detener el reloj de la historia; que el progreso nos invita a considerar que existen personas a las cuales se les puede tratar como cosas y cosas a las cuales se les puede tratar como personas. Desde el punto de vista de las cosas como son, es que la vida es la vida y que donde hay vida no puede no haberla. Que donde hay un «quién» no hay un «que»; donde hay un «alguien» no hay un «algo».
El problema que enfrentamos es el de querer definir la vida. Porque la vida es –por sentido común– indefinible, es un misterio o es un milagro, que si se pretenden definir dejarían de ser tales. La vida se define por sí misma: es un principio que tiene por principio su propio principio. Un ser humano no es un «qué» que a la doceava o a la catorceava semana o al tercer minuto después de la concepción se convierte en un «quién»; «algo» que se vuelve, como por ensalmo, «alguien». Es una tontería que solamente los ideólogos o los intelectuales –que son los más crédulos que nadie en el mundo– pueden esgrimir como verdad irrefutable.
En estos debates sale a relucir el progreso una vez y otra vez. A quienes se les mira por algún lado la fe, se les endilga ir en contra del progreso de la sociedad. No veo por donde sea mejor una sociedad que quiere definir el principio de la vida a otra que se conforma con defenderla desde el principio. Pero hay algo más: nosotros inventamos el progreso. Por lo tanto, nosotros podemos cambiar el giro de sus pasos. Más si esos pasos conducen al abismo donde el débil no tiene voz, no tiene voto y no tiene derecho a lo único que tiene derecho: a vivir.
Apostar por el sentido común en el debate por la vida es dejar a un lado la vida definida por los «expertos» y legislar a favor de la vida vivida por los vivientes. Cualquiera sabe qué es vivir. Y se aferra a esa sabiduría que nos viene de muy lejos, que nos viene desde el principio de la humanidad, sea cuando Dios sopló sobre las narices de Adán, sea cuando permitió que la cadena de la evolución derivara en esta majestuosa criatura llamada hombre.
Ahí está la vida. ¿Es tan difícil reconocerla desde una tribuna legislativa? Los legisladores que tienen en sus manos la creación de buenas leyes, leyes que fomenten el bien común ¿de veras creen que van a tener algún poder sobre esa fuerza sobrehumana que nos atenaza y que constituye nuestro mayor tesoro en el trasunto de la existencia? Por supuesto que no. Señores legisladores: acaben con este debate. Voten por el sentido común.