Iguales, seguimos

Si le pusiera a elegir entre los siguientes dos párrafos, ¿qué fecha o circunstancia les daría usted, dentro de la historia de México?

a) Que los ministros de culto cumplan la ley y los ordenamientos «que establecen la prohibición de realizar proselitismo político o inducir el voto a favor o en contra de candidatos o partidos políticos», sin menoscabo de su libertad de expresión.

b) «Los ministros de los cultos nunca podrán, en reunión pública o privada constituida en junta, ni en actos de culto o de propaganda religiosa, hacer crítica de las leyes fundamentales del país, de las autoridades en particular o en general del Gobierno…».

Déjeme sacarle de la duda. El párrafo b) es parte de las disposiciones constitucionales referentes a la Iglesia en México contenidas en el artículo 130 de la Carta Magna promulgada en Querétaro… en 1917. El párrafo a) proviene de un exhorto a los obispos mexicanos que hizo el Director General de Asociaciones Religiosas de la Secretaría de Gobernación, el 1 de junio… de 2009.

En 92 años —con una guerra civil de por medio, la guerra cristera, en la que murieron cerca de 200 mil personas por defender la fe— hemos «avanzado» de prohibirle al sacerdote y a la Iglesia hablar mal del Gobierno, a prohibirle hablar mal (o bien) de los candidatos o de los partidos políticos.

Por más reformas al 130 constitucional, por más normalización democrática a la que, supuestamente, hemos llegado, a los sacerdotes en particular y a la Iglesia en general, se les (nos) sigue considerando sujetos de segunda clase, aunque —por paradójico que esto sea— individuos e institución de alta peligrosidad. Encima, subnormales.

Alguien decía que la función del Estado no es construir el paraíso sino evitar el infierno. Vivir así, atorados en el tiempo, amarrados a la prohibición y la amenaza, es lo más parecido al infierno. Necesitamos seriedad y cultura en nuestros gobernantes y legisladores. Ya no podemos —como católicos, como ciudadanos— quedar cruzados de brazos. Necesitamos una reforma del Estado y una reforma de la sociedad. Necesitamos participar para construir un orden justo. Por eso, que nuestro voto cuente el día de hoy y nuestra participación crítica se dé el día de mañana. Es la única forma de evitar que en 92 años más sigamos igual de desorientados.