Benedicto XVI cumple su cuarto año de pontificado. Desde aquel 19 de abril de 2005 hasta hoy, su lucha ha sido muy clara en contra de lo que él mismo bautizó como “la dictadura del relativismo”, esa tendencia tan actual en la que la opinión ha sustituido al conocimiento, el “me late” a la investigación, la imagen a la palabra y el sentimiento al sacrificio por el otro. Es decir, una dictadura en la que no caben ni Dios ni sus derechos sobre la vida del hombre.
Lo advirtió en la solemne misa de asunción de su pontificado: es el enemigo más grande que jamás haya enfrentado la Iglesia, porque no tiene nombre, no tiene figura, pasa por ser “políticamente correcto” y está anidado en el corazón mismo de la cultura de las nuevas generaciones, que han crecido bajo el influjo de los modernos conglomerados de comunicación pública.
Sus encíclicas, sus libros, sus audiencias públicas, sus viajes al extranjero son, siempre, verdaderas catequesis sobre el valor y la misión de la Iglesia y de la religión cristiana. Con san Eugenio de Nola, el Papa nos recuerda de qué cabeza venimos y a qué cuerpo pertenecemos, para hacernos recuperar el coraje y defender la casa de Jesús con el celo de éste ante los comerciantes del templo.
Su visión es la de una Iglesia quizá menos numerosa pero más fiel. Necesita, Benedicto XVI, católicos de tiempo completo, pesos pesados de la fe, testigos firmes de la verdad revelada, gente de cultura, de carácter, de talento y de capacidad para recuperar el modelo de vida de las primeras comunidades, aquellas que se distinguían de los demás por el amor que se tenían unos a otros.
Batallas internas y externas ha librado al por mayor. Lo más virulentos ataques han tratado de minar su imagen. Sigue como roca firme, predicando el perdón, el diálogo, la firmeza del que cree de veras, del que ama de veras, del que muestra al mundo que el catolicismo es una alegría enorme, un bien público, un tesoro de la humanidad.
En su cuarto aniversario, recemos mucho por él. Que Dios lo conserve muchos años.