Hay demasiadas cosas como para sentirnos orgullosos de pertenecer a la Iglesia católica. Una de ellas es la oración por quienes se han alzado como enemigos de ella. No creo que exista una revolución tan grande en la historia de la humanidad como aquella de Jesucristo, amar a los enemigos, que sigue vigente hoy.
Es estimulante ver como muchos católicos están dejando atrás el síndrome de la queja. Hay que hacer presente lo que somos no para que los ataques cesen, sino para purificarnos y, de paso, purificar la Tierra. Lo que sí es un hecho es que la producción internacional de mentiras contra el catolicismo goza de buena salud. El nuevo anticatolicismo, diría el autor estadounidense Philip Jenkins, es el último de los prejuicios aceptables. Es decir, hoy se puede y hasta se premia (en muchos lados, en muchos periódicos, en muchas cadenas de TV) estar en contra de la Iglesia, insultarla, ridiculizarla. Es bien visto, sitúa a la gente del lado progresista. Es chistoso, muy chistoso.
Sin hacerle el juego a los que se mofan de nuestra fe, tampoco los debemos tomar demasiado en serio: al final los que pierden el tiempo son ellos. La Iglesia que fundó Jesucristo sobre la piedra de Pedro ha sabido, y sabrá, sortear los peligros externos y los internos. Hay demasiado amor en esta fundación como para ponerse a llorar por los dardos envenenados de los intelectuales o los que se creen intelectuales. La Iglesia prevalecerá sobre el mal. También prevalecerá sobre la estupidez y el aburrimiento de sus detractores profesionales.
Eso no quiere decir que nos quedemos mirando pasar los acontecimientos sin defender lo que nos da sentido en la vida. Dos maneras de hacerlo: una es el testimonio y la segunda el pensamiento. El testimonio hasta que hagamos valer de nuevo el «vean como se aman» que era distintivo de las primeras comunidades cristianas; el pensamiento hasta que vayamos restituyendo sus raíces cristianas a todas nuestras instituciones, naturales o políticas: la familia, la escuela, los partidos, la economía… Orar y trabajar, como pedía san Benito a sus monjes. No queda de otra: hay demasiados orates sueltos, vociferando contra Jesús, contra sus ministros y contra sus fieles.