La radiografía de los ataques brutales a la Iglesia, por los casos de pedofilia de algunos religiosos, sobre todo en Alemania (infames, sí, pero inflados de una manera exorbitante por los medios de comunicación), da como resultado, en la opinión de gran cantidad de católicos, el esqueleto de un enfermo terminal.
Nada más alejado de la realidad. Ninguna otra institución goza de la salud de la Iglesia católica. Y eso que tiene dos mil años de existencia. Lejos de disminuir, el número de católicos aumenta. Mil veces se ha querido echar la fe a los perros. Y mil veces han sido los perros los que han muerto.
La «cruzada» emprendida por periódicos y revistas, canales de TV y noticiarios radiofónicos de aquí y de allá, tiene como meta demoler el último bastión de lo sagrado con el que cuenta el hombre de hoy. Pero se va a estrellar contra el mismo muro, pues cada ocasión que han sobrevenido estas marejadas en su contra, la Iglesia se purifica, reanuda su marcha, abraza la santidad como camino de «venganza» contra el dedo acusador de los que quieren verla en ruinas. Se agranda y se vuelve más fiel.
Ése es el mensaje que en el Domingo de la Misericordia, quiere la Iglesia que escuchemos. Que no nos creamos merecedores de la salvación por nuestras miserables fuerzas, sino que conquistemos el ideal de ser como Cristo acogiéndonos a la Gracia, dejándonos penetrar por el suave yugo del servicio al otro y dejando, confiadamente, a Dios actuar en nuestra alma.
La Misericordia salvará al mundo. Y la Iglesia católica es la encargada por el mismo Jesús de recordarnos que sobre esa piedra se edifica la eternidad. Que sobre esa piedra se constituye lo sagrado: lo que da la vida misma. Que sobre esta piedra se guarda la herencia de la Fe, que es el más grande de nuestros tesoros.