Desde hace mucho tiempo política y democracia dejaron de ser palabras respetables. La política ha pasado a ser “la única profesión para la que no es necesaria la preparación”, en palabras de Robert Louis Stevenson. Por su parte, la democracia ya no es más el sistema que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica, sino un proceso amañado, engañoso, basado exclusivamente en ganar las elecciones, y en el que según John Kenneth Galbraith solamente se dirime “la capacidad que tiene el pueblo de elegir lo menos malo de lo malo”.
La culpa no la tienen ni la política ni la democracia. La culpa está en el abuso conceptual y encubridor que se ha hecho de ellas. Desde todos los partidos y en los medios de comunicación concesionarios de México, la desconfianza ante los dichos de un político o de las instituciones encargadas de organizar y calificar las elecciones, es patente. Esa desconfianza es la que nunca se quiere enfrentar. Porque no se le considera importante. Sin embargo, lo es. Y mucho.
Sirva la lúcida reflexión sobre lenguaje y verdad que hizo Octavio Paz en El arco y la lira. En los orígenes del lenguaje, el signo y el objeto representado eran lo mismo. Guardar esta relación tenía la misión de perpetuar la relación del hombre con el mundo y con la divinidad. Al cabo de los siglos, se abrió un abismo entre las cosas y sus nombres. La gramática trató de cubrirlo fijando un significado único y preciso a los vocablos. Surgió, entonces, la crisis del sentido de las palabras. Los Imperios y los Estados —que están hechos de palabras— suplieron con la fuerza la distancia entre palabras y significados.
Las palabras empezaron a corromperse y los significados se volvieron inciertos. Los actos de los hombres y sus obras se hicieron inseguros. El lenguaje calló y callando, cayó a los pies del poder.
Octavio Paz comenta una anécdota sencillamente maravillosa:
“En el libro XIII de los Anales, Tzu-Lu pregunta a Confucio: ‘Si el Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera medida? El Maestro dijo: La reforma del lenguaje’”.
Extraña respuesta para políticos mexicanos. Ellos —por exceso o por defecto— sostienen que el lenguaje nada tiene que ver (o muy poco) con la realidad. Mucho menos con la verdad. La reforma del lenguaje sería, en todo caso, un adorno.
Publicado en Revista Siempre!