Filosofía, medicina y caridad: el luminoso legado del doctor José Manuel Septién y de la Llata

leyendo-libroKarl Jaspers –uno de los padres del existencialismo cristiano– sostenía que existen dos elementos para juzgar a un médico: sus conocimientos sobre medicina y la categoría de su personalidad humana.

Es importante el apunte del filósofo alemán, contemporáneo y colega de Martin Heidegger, porque él fue un hombre cuya enfermedad (bronquiectasias) determinó su destino pero no así disminuyó su voluntad de hacer una obra.  Y esa voluntad pasó por muchos médicos.  Los cuales lo acompañaron para que realizara su tarea.

Una obra monumental gracias –lo escribe Jaspers en La voluntad y el destino—sobre todo a su doctor de cabecera: Albert Fraenkel. Un apunte a vuela pluma define la capacidad curativa de Fraenkel “En el trato con cada uno de sus pacientes poseía una capacidad insospechada de acomodación.”

Subrayo: de acomodación. ¿Qué quiere decir esto? Lo responde Jaspers: “Sacrificando su propio yo, se ponía en el lugar del otro; pero con la ventaja de una inteligencia clara, realista, que le abría perspectivas mayores que las del enfermo a quien quería ayudar.”

¿En qué lugar se encuentra ahora la capacidad de acomodación de los médicos?  Con todo respeto, pero ya muy raramente se produce.  El que tiene que acomodarse al médico es el enfermo.  Sobre todo –y es doloroso decirlo—el enfermo tiene que responder a las expectativas económicas del médico.  Deja de ser un tú.  Se vuelve objeto.

Y frente a un objeto queda siempre la tentación de manipularlo.  No de escucharlo.  La compasión por su dolor, o por su imaginativa de dolor (producto de insatisfacciones vitales, de abandonos, de desprecios y de culpabilidades) queda aparcada, subsumida por la urgencia de “ver a otro paciente”.  Como un proceso mecánico: el que sigue, el siguiente, uno más…

Aquí quiero dejar claro algo que me ha preocupado –como hijo de eminente médico que soy—cada vez que asisto con mi mujer a alguna consulta, suya o mía.  Que la relación médico-enfermo es una relación primero humana y después técnica.  No al revés (donde lo humano sale al último).

Los filósofos griegos de la época clásica, Platón y Aristóteles a la cabeza, creyeron en la acción curativa de la palabra, del diálogo, del acomodamiento a un tú de un yo que deja de ser yo.  Aunque tuvieron siempre en cuenta los límites del poder transformador de la palabra, no dejaron de proponerla como método eficaz de sanación; como bálsamo y catarsis, incluso, en ocasiones, como ensalmo y hechizo.

En un apretado resumen sobre este tema, comentado extensamente por don Pedro Laín Entralgo en su libro La curación por la palabra en la antigüedad clásica (Revista de Occidente, 1958), para los griegos “no habrá tratamiento médico correcto (…) si en él no existe y opera, junto a sus componentes coactivos un bello discurso que proceda a la vez del entendimiento práctico y de la mente.”

Los componentes coactivos son, justamente, los componentes de la praxis médica: los medicamentos, las intervenciones quirúrgicas, las dietas…  Son parte del “entendimiento práctico” de un estado de enfermedad.  Pero la mente (o el corazón) no está en los manuales.

Los antiguos nahuas pensaban que el sabio era un espejo horadado, es decir, un espejo en el cual se puede ver por ambos lados.  Así el médico según los griegos: el “bello discurso” curativo contiene dos partes como un espejo doble: la del conocimiento de causa de la enfermedad y la de la empatía con el enfermo.  Acomodarse a él; respirar con él.  Hacer de él no un paciente cuanto un amigo.

Alguien que recuperó esta manera de ser del médico fue, justamente, mi bisabuelo, el doctor José Manuel Septién y de la Llata (1845-1909).  Nació poco antes de la guerra contra Estados Unidos (en el año que el gobernador de Querétaro Sabas Antonio Domínguez inició la construcción del Teatro Iturbide), se recibió poco después de que fusilaron a Maximiliano en el Cerro de las Campanas, y murió a un año de que comenzara la Revolución.

Época difícil que no presagiaba espíritus sutiles.  Ni médicos altruistas.  El doctor Septién fue uno de esos raros humanistas caritativos y enterados de su profesión.  Más que un misionero, un sacerdote laico, a la manera del catolicismo social que nació con la publicación (1896) de la encíclica Rerum novarum  de León XIII. O de La alegría del Evangelio de Francisco.

Pero, también, un visionario de la medicina preventiva.  En la Gaceta Médica de México (junio de 1879) publicó su “Proyecto de establecimiento de igualas médico-farmacéuticas en toda la República” en donde establece una relación de causa efecto entre el buen estado de salud de un pueblo y la medicina preventiva o asistencial.

Ésta debe ser compartida, financieramente, entre el erario estatal y los ciudadanos; se debe educar para la prevención, se debe asegurar el alcance general de la prevención y socializar los servicios de la “medicina anterior” como forma de socializar la salud.

Si bien no se tomó en cuenta su planteamiento de medicina preventiva en el país –cuántas ideas buenas hemos dejado los mexicanos archivadas, olvidadas, descolocadas por el hecho de venir de la provincia— sí pudo llevarlo a cabo en Querétaro, sobre todo en las fábricas del Hércules, La Purísima y San Antonio.

Y lo que asombra es que teniendo una familia muy numerosa (11 hijos con Trinidad González de Cosío Arauz) se diera tiempo de fundar la primera (creo que la última) farmacia para los pobres –donde el que podía pagaba lo que podía y cuando podía– llamada “Farmacia Septién y Montaño” que, obviamente, fracasó. ¿O pasó a manos de su hermano Juan, 10 años menor, farmacéutico, quien en la botica frente al Jardín Zenea, vista al oriente, vendía a 2 pesos la botella del particular “Jarabe Antisifilítico Septién”, con el que se garantizaba “la curación completa y radical” de la sífilis?

Quiero mostrar otro rasgo que lo perfila.  Desechó servir en la capital (incluso fue capitán del ejército de don Porfirio) para venir a vivir y montar su consulta en Querétaro.

Prefirió la medicina por amor a los sencillos que las candilejas; el camino vecinal y polvoso al Paseo de la Reforma.   Pensaba –y lo transmitió a sus hijos, por ejemplo a mi abuelo el doctor Gonzalo Septién González de Cosío, y éste a mi padre, el doctor Gonzalo Septién González–  como Heidegger, quien en su obrita Der Feldweg (Camino de Campo), dejó escrita esta sentencia: “Lo sencillo encierra el enigma de lo que permanece y es grande.”

Fue provinciano en su talante, pero nunca en esa noción de apocamiento con la que se asocia al provincialismo.  Asistió a congresos de higiene en Canadá y Estados Unidos; realizó la primera transfusión sanguínea en Querétaro; combatió epidemias de tifoidea, fue jefe del Consejo de Salubridad de Querétaro; consejero de la Junta de Caridad y de la señora Vergara, también de la de albaceazgo con Francisco González de Cosío como gobernador, médico eminente, preocupado por el otro, por los otros, por la Patria.

A esta última le propuso un Ministerio de Sanidad (hoy una Secretaría de Salud) en el Congreso de Higiene en 1892.  Ahí pronunció un discurso en el que expresó su credo patriótico y médico: “Dos grandes verdades, que cuando es desconsoladora y humillante una, es fecunda y llena de legítimas esperanzas la otra: (a) la inmensa mayoría de las enfermedades no podemos curarlas, (pero) sí podemos prevenirlas.”

Tal fue, digámoslo así, su ideal: la prevención de lo que duele, lo que disminuye la calidad de vida, lo que impide a muchos cumplir una misión.  Tantas veces lo dijo, lo hizo saber, lo ejecutó que hace pensar en aquella bienaventuranza del grande histólogo y patólogo español don Santiago Ramón y Cajal: “¡Dichosos los hombres que ofrendan su vida a una idea grande, porque ellos perdurarán en ella y por ella…!”

Pero, vamos a ver.  ¿Una idea para ser grande tiene que ser una idea rotunda, inigualable, eminentísima?  No confundamos –como aquellos habitantes de Cuévano, según Jorge Ibargüengoitia, “lo grandioso con lo grandote”.  Si la medicina anterior o prevención fue el tema del doctor Septién, su aplicación y por lo que perduró fue por su amor al más necesitado, al que sufre dos veces: por su enfermedad y por su miseria material.

Ese giro de cariño por el pueblo –por no dejarlo caer enfermo, por cuidarlo para que no llegue al consultorio, a la clínica, al hospital– es determinante en su historial médico y pone el listón muy alto a quien quiera serlo de verdad.

En todas las crónicas sobre su persona sale la misma palabra: caridad, bonhomía, capacidad técnica, inclinación por los pobres, por las víctimas de lo que hoy el Papa Francisco llama “la cultura del descarte” y lo que el sociólogo Franz Fanon llamó –con rara puntería—“los olvidados de la Tierra”.

Otro rasgo importantísimo del doctor Septién: su condición de ciudadano.  ¿Puede un médico dedicado a los pobres no ser un buen ciudadano? La siguiente información es de don Manuel Suárez Muñoz, en su Estudio Introductorio en el Tomo I de Discurso Político en Querétaro 1823 – 1895:

Por aquél entonces –como ahora—la iluminación de los espacios era algo muy importante para detener a los delincuentes, a quienes les ha sido propicio actuar a oscuras.  Una comisión se encargaba de iluminar calles, plazas y edificios principales de Querétaro capital; o en su defecto, de invitar a los vecinos para que iluminaran las fachadas de sus casas; en ocasiones, no obstante los esfuerzos de las comisiones, no se lograba que esto sucediera. Como en el año de 1876 “que solo respondieron al exhorto de iluminar sus casas los señores (doctor) Manuel Septién (calle del 5 de mayo número 16)  y Timoteo Fernández de Jauregui.”

“Siempre se aprende de aquellos a los que se ama”, decía Goethe a Eckermann.  Y el doctor Septién aprendió mucho de los que amó, los pobres.

Una frase de Fernando Díaz Ramírez lo pinta de cuerpo entero: “Hizo de su profesión un sacerdocio, y empleó su talento en mitigar el dolor de sus semejantes: ¡cuántos pobres, después de minucioso reconocimiento, salían de su consultorio llevando en una mano la receta que había de aliviar su enfermedad y en la otra el socorro que aliviaría su miseria, y en los ojos las lágrimas que había derramar la gratitud!”

Vuelvo a la idea de Jaspers: la capacidad del médico de acomodación con su paciente, con su gente, con su pueblo.  Eso viene desde la vocación.  Más bien, desde la fidelidad a la vocación.

Antes de la revolución cristiana –en los siglos V y IV a.c.—el llamado “Juramento hipocrático” hablaba de este ideal de santidad que implica ser fiel a un llamado diciendo al médico, a la conciencia del médico: “Conservaré pura y santa mi vida y mi arte.”

El médico que hace filosofía práctica de la misericordia imita a Dios mismo.  Entre nosotros, imita a Cristo.  Es el sentido genuino del arte de sanar.  No basta la buena práctica.  Lo que el enfermo quiere es que el médico lo cure, sí, pero que también lo comprenda.  Lo tome en sus manos expertas con delicadeza de conciencia.  Y le abra el camino a la esperanza.

“Si éste juramento cumpliere íntegro, viva yo feliz y recoja los frutos de mi arte y sea honrado por todos los hombres y por la más remota posteridad”, termina diciendo el “Juramento”.

Hoy, en este sencillo recuerdo, a 117 años de su muerte, cumplimos, como sociedad, como asamblea de médicos, como filósofos e historiadores de la medicina, como familiares, esta obligación de honrar a quien, desde la caridad y el encuentro, desde la misericordia, vino a darle un sentido al arte de sanar en nuestra querida tierra de Querétaro.