Por una u otra razón no había podido leer la novela El Fin de la Esperanza, de Rafael Bernal. Fue entregada por los libreros mexicanos el 12 de noviembre pasado, cuando se conmemora el Día Nacional del Libro, coincidiendo con el aniversario del nacimiento de Sor Juana.
De Bernal me esperaba todo menos esta dolorosa y tremenda narración del México postrevolucionario y postcristero. Una novela en la que los personajes son pretexto para mostrar la desolación, el desencanto, la miseria que produjo la revolución en el campo. Y la guerra cristera.
Desde luego, Bernal carga las tintas a favor del sinarquismo. Él fue un sinarquista convencido de que este movimiento, iniciado casi al unísono que el Partido Acción Nacional, representaba la pureza del espíritu cristero aunado a la fuerza de la organización política.
Pero eso no impide al escritor desplegar su talento para darnos un mosaico de la aberración del “rifle sanitario” (el rifle con el que el gobierno mexicano quiso acabar con la fiebre aftosa); del reparto agrario sin ton ni son de la época de Cárdenas, del crecimiento de los caciques y sus pistoleros (como el caso de Macario, ajusticiado por los hijos de la nueva generación, la que vendría hacia los años cincuenta del siglo pasado) y de la imposición del agrarismo como doctrina de producción, que dejó más miseria de la que había encontrado…
Es esto, es denuncia, pero es un largo aullido. Un lamento. Los personajes femeninos, sobre todo la Vieja, son como esos gritos de espanto que nos provoca en la noche oscurísima un sueño de muerte. Quizás el defecto de la novela sea que no haya lugar para la esperanza en México profundo, salvo dar la vida por una causa que ni siquiera se tiene clara. Pero lo que ha sucedido hasta ahora nulifica ese “defecto”. Los mexicanos, como estos personajes de Rafael Bernal, hemos enterrado mil veces la esperanza.
Si Rescoldo es la mejor novela de la cristiada, como decía Juan Rulfo, El fin de la esperanza es la mejor novela de la postcristiada.
Publicado en Revista Siempre!