Cada Navidad recuerdo a monseñor Peñalosa, quien en las tres últimas de su vida me envió inéditos para publicarlos en El Observador. Una de esas hermosísimas colaboraciones (él murió en San Luis Potosí, en 1999) hablaba de las manos de su madre, haciendo los adornos navideños.
Casi podría oler las manos de la mía en Navidad. La mezcla del heno, del árbol, la ensalada de manzana con apio. Es la fiesta de los niños y de sus mamás, porque es la fiesta de la inocencia y del amor.
Hace tiempo murió mi madre. Pero en Navidad me llega su recuerdo como una ráfaga de cielo. Su Belén de lo más normal del mundo. Piezas a las que los años iban arrancando acá un dedo, allá la oreja, del otro lado la pezuña. Pocos adornos: la concentración debía estar en el pesebre, en la Sagrada Familia. En el Misterio.
Por la tarde del 24, antes que comenzara el jolgorio de los hijos, los nietos, los amigos de los hijos, de los nietos, solía serenarse con mi padre frente al Belén y al pino. Apenas una charla discreta. No pasaba nada. Ni había grandes reflexiones. La conversación se daba a susurros pequeñitos. Era la atmósfera lo atractivo de una pareja que duró 64 años y 11 meses casados, que tuvieron 10 hijos, un mundanal de nietos y gozaron a sus bisnietos. Con esa densidad humana y cristiana, ¿para qué decir palabras?
El mutismo del Misterio es el discurso más amplio que haya habido en la historia. Ese «Nacimiento» representa la vitalidad del mundo, la hermosura de la Creación, el impulso que viene de una infancia humana y personal donde el mundo es la ingenuidad de unas figuras de yeso o de terracota pintadas artesanalmente, rodeadas de los Magos, los animales, los pastores y un batiburrillo de especies que van del nopal al encino, pasando por los magueyes y el musgo. Donde la carne no es tortura y el demonio un perfecto, soberano y absoluto inútil.
Ese espacio donde cabe el amor y el deseo pleno de ser felices en lo sencillo. Que ahora recojo del paisaje de la memoria y entrego, con mis padres, mis años idos y monseñor Peñalosa en gratitud a usted, amabilísimo lector. Que el nacimiento de Jesús sea en nuestra memoria. Y en el corazón.
Publicado en El Observador de la Actualidad