Los de mi generación se habrán de acordar de La Familia Telerín, seis niñitos de caricaturas, que cantaban «Vamos a la cama que haya que descansar, para que mañana podamos madrugar…». La caricatura duraba un minuto y la música era del español Antonio Artea, quien fue autor, entre otros temas musicales, de la serie de dibujos animados «Don Quijote de la Mancha». Me viene a la mente esto, pues Artea recientemente murió.
El «Vamos a la cama» lo cantamos la primera generación de niños televidentes. Unas imágenes que concluían con los hermanitos de La Familia Telerín arrodillados en la cama, rezando. También en la canción de Topo Gigio, el ratoncito que pedía a Raúl Astor su «besito de buenas noches» y se iba «a la camita», daba gracias a Dios por el descanso y por el día siguiente.
¡Qué tiempos aquéllos! Ahora parecería imposible que la televisión mexicana pusiera a las 9 de la noche un aviso a los niños de que es hora de acostarse. Lo mejor es que estén pegados hasta las tantas, viendo puro sexo, crimen, abusos y estupideces disfrazadas de comicidad. Lo mejor es que vean, desde chiquitos, anuncios de condones, de disfunciones eréctiles y de mujeres usadas como objetos de atracción sexual.Uno de los efectos colaterales de esta exposición brutal a la televisión «adulta» de los niños es la violencia a la que asiste, entre perplejo y humillado, nuestro país.
En 1993, el filósofo liberal Karl Popper clamaba por la existencia de una «patente» para producir televisión. Como un título médico. Porque tiene a millones de conciencias en sus manos. Nadie le hizo caso. La tele que enseñaba buenas costumbres, la tele que enseñaba a Dios, quedó ocupada en otras cosas: anunciando sexo y frituras.
El Observador de la Actualidad