Ya casi nadie se acuerda que aquí hubo una guerra de tres años entre el gobierno y los fieles católicos que no querían que el gobierno impusiera su ley (la Ley Calles), en la que, virtualmente, desaparecía a la Iglesia. Comenzó en 1926 y «terminó» en 1929, entre el 21 de junio, que se firmaron los «arreglos» y el 29 de junio, día en que se abrieron, de nueva cuenta, los templos.
Esos «arreglos», mediante los cuales (alardeaba en una reunión con sus hermanos masones el entonces títere de Calles en la presidencia, Emilio Portes Gil) «el clero ha reconocido plenamente al Estado y ha declarado sin tapujos que se somete estrictamente a las leyes», no dejaron satisfechos a cientos de miles de católicos en el país (tampoco a los partidarios de Calles, que querían ver desaparecer a la Iglesia católica): la guerra bajo la consigna de Viva Cristo Rey, dejó, entre muertos a balazos y muertos de hambre, cerca de 250,000 mexicanos, muchos de ellos gente del campo que lo único que quería, al luchar, era vivir y morir cristianamente, no «como perros».
Hace nueve décadas se creó un «modus vivendi» que, bien mirado, permanece hasta ahora. No con la intensidad de las balas, sino con la intensidad de la insidia: ser católico es ser «mocho», inútil, invisible, innecesario. Está en nosotros cambiar la historia y desde la cultura poner a Cristo en el centro. Sin miedo: como los buenos cristeros.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 30 de junio de 2019 No.1251