El testimonio de Jerôme Lejeune, el «padre» de la genética moderna, no puede ser más esperanzador para todos aquellos que sentimos que, como católicos, estamos en la segunda división de la ciencia, del arte, de las humanidades. Podemos hacer grandes descubrimientos; pintar la belleza del mundo, escribir poesía inmejorable… Con la condición de no renunciar a la fe por la fama, el prestigio, lo políticamente correcto, el dinero, las becas, los premios…
Lejeune descubrió las causas del Síndrome de Down. Al difundirlas, generó la reacción contraria a la ciencia, a la vida. La «industria» del aborto vio en ese descubrimiento una veta de oro: detectar en el vientre de la madre la copia adicional del cromosoma 21 (la causante del Síndrome de Down) y proponer a los padres abortarlo (hay países como Islandia en donde no hay personas con Down: a todos los han matado). Como médico y hombre de una fe profunda, Lejeune se escandalizó del «uso» perverso que dieron a sus investigaciones. La ciencia o está al servicio de la dignidad del hombre o es un monstruo de mil cabezas.
Podría haber ganado el Nobel. Lo relegaron por su defensa de la vida. No lo obtuvo. Pero fue al Cielo. Y la pregunta de Cristo a San Pablo resuena en nuestra mente: ¿de qué serviría ganar al mundo si se pierde el alma?