Hace poco partiste a la Casa del Padre. Habías prolongado tu misión para enseñar a los que te rodearon, de cerca o de lejos, el ignorado asombro de estar vivos. La tuya fue ese tipo de lección, nacida del dolor, que crece si los otros son capaces de mirar lejos, más allá de la carne que se extingue.
Hablamos poco, tú y yo. Pero a través de la corriente de amorosa fidelidad que unía a las dos hermanas, pude intuir –corazón mezquino, orgullo delirante—esa respiración superior que liga la existencia humana con el misterio. Continuar leyendo