Niños soldado, niños usados como juguetes sexuales, niños quemados con cigarrillos por sus padres, abandonados en bolsas de plástico nada más nacer; infancia vulnerada por una noción cada vez más fútil de «tener hijos»; de considerar a los hijos como «un accidente» al cual tenemos que poner un alto o desembarazarnos de ellos lo más pronto posible. ¿Qué podemos hacer, como sociedad, ante esta horrible perspectiva de un futuro con mujeres y hombres hechos añicos en su infancia?
Déjenme darles un dato. De los 27 tiradores masivos más mortíferos de Estados Unidos, 26 de ellos tienen algo en común: crecieron sin padre. El problema es, además del acceso a las armas, las familias rotas. Un papá desobligado, ausente, embrutecido por el sexo, amaestrado por la ideología de la infidelidad, que echa hijos al mundo como echar mojarras a un estanque: que se salve quien pueda.
Aquí y allá el asunto queda dirimido en la lucha por considerar la sexualidad reina de todas las relaciones humanas. Tiene su papel. Nadie lo puede negar. Pero es, como diría Chesterton, la puerta de entrada a un palacio (el de la familia). La mayor parte de nosotros se queda en la puerta. Se olvida del palacio que le espera. Lleno de riquezas espirituales. Y de compromisos (que nos negamos, testarudamente, siquiera a considerar).
Soy el primero en asumir lo tardo y lerdo que somos los varones para comprender el contenido de la infancia. No justifica nada, pero ir contra la corriente –como los salmones para desovar—no es algo que se estile en el mundo que vivimos. «Dale vuelo a la hilacha y luego, a ver qué pasa». Y lo que pasa es una infancia solitaria. Una infancia quebrada. ¿Luego? Obvio, provoca lo que hay ahora: violencia.
Publicado en El Observador de la actualidad