La masacre del bar de Orlando, Florida, vuelve a poner el dedo en la llaga de Estados Unidos, un país en donde es mucho más sencillo conseguir una metralleta de asalto que un antibiótico.
La comparación no es ociosa. Hace unos días nos pasó. Y mientras íbamos “de Herodes a Pilato” en farmacias y hospitales para conseguir un antibiótico (sin éxito), un ciudadano –supuestamente vigilado por el FBI—compraba municiones y armamento para matar a media centena de seres indefensos y herir a otros tantos.
En Texas la gente puede andar armada por la calle. Como en el salvaje oeste de las películas de John Wayne. Y en todo el país los requisitos para comprar una pistola o una escopeta son mínimos. A cada momento hay matanzas en las escuelas, las universidades, los expendios de hamburguesas…
En una sociedad tan imbuida en la competencia, raro sería que no hubiera este tipo de locos que reivindican –como los terroristas—cuestiones absolutamente ridículas para jalar del gatillo y eliminar a sus semejantes, a costa, casi siempre, de su propia existencia: o se suicidan o, como el del bar de Orlando, lo abaten los SWAT.
¿Qué ha pasado? Que se ha perdido el temor de Dios. Y se ha convertido al dinero en dios. Se ha elevado el sexo a categoría de esencia y se ha inventado un extraño paralelismo entre ser bueno y ser famoso. Aunque la fama dure 30 segundos. Y sea post-mortem.
Publicado en el periódico El Observador de la actualidad