Qué alegría ver a monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez en los altares. El nuevo beato se va a convertir –ya casi lo era—en un revulsivo de la Iglesia en América Latina y de la propia América Latina
Me tocó su asesinato comenzando la universidad, aquel 1980, con las balas cruzando los pueblos de El Salvador Poco se conocía su palabra profética. Se empañó el proceso de beatificación al que la gente quería llevarlo, pues muchos –dentro de la Iglesia—lo inscribieron dentro de corrientes marxistas.
La mayor parte de las acusaciones cayeron por el peso que impone el testimonio vivido como un compromiso por los pobres. Los adalides de la pastoral del privilegio –cada día menos frecuentes en la Iglesia, por gracia de Dios—quisieron encontrarle una serie de manchas que el tiempo ha despercudido. Y las ha dejado a ellas, a esas almitas bien intencionadas pero bastante torpes, teniendo que mirar para un lado, haciéndose los perdidizos, como quien tiró la piedra pero escondió la mano.
La Iglesia de nuestro pueblo –hoy honrada con la hermosa traducción de la Biblia de América; con un mensaje de Misión permanente y discipulado; con una advertencia de conversión pastoral en este cambio de época; con un Papa argentino que ha dejado mudos a los dictadores y escogiendo a los tiranos la Misa a la que quieren asistir para volverse católicos—tiene en el beato Romero un camino de luz y de unidad que la invita a lograr lo que muchos de nuestro pensadores y poetas soñaron: una Patria grande, que adore a Jesucristo y que hablé en español; una Patria grande donde lo importante sea la identidad católica que nos abraza, no como exclusividad, sino como solidaridad. A manera de esperanza.
Publicado en El Observador de la Actualidad