Este 16 de julio cumplimos 19 años de labor ininterrumpida de El Observador. Ni una sola semana hemos fallado a la cita con nuestros lectores de la versión impresa; desde hace un año, ni un solo día hemos fallado en la edición diaria online del periódico. ¿Es por nuestro propio mérito? Claro que no. Es Dios nuestro Señor el que ha empujado nuestra débil barca en medio de un mar picado.
Cierto, nos enorgullece a Maité y a un servidor que el Señor nos haya dado esta oportunidad de servirle –encabezando un gran equipo de profesionales– en aquello que nos apasiona: el periodismo católico. Aquí “católico” no es un apellido; es una identidad a la que no podemos renunciar. Un sello tatuado en el corazón. Tampoco vamos a renunciar a nuestra profesión de periodistas: es la esperanza que tienen muchos de un periodismo libre, centrado en la dignidad de la persona; en la apuesta de Dios por el amor a los hombres.
Hace 19 años nacíamos con un celo que se nos ha ido –venturosamente—acrecentando. Vivimos el cambio de época del que hablaba Aparecida como un maravilloso reto. Escuchamos las invitaciones del Papa Francisco como un camino a seguir en las periferias existenciales, allí donde el periodismo y los medios de comunicación comerciales han convertido la información en una mercancía y a la sociedad en un espectáculo circense, en un circo de tres pistas donde ya nadie sabe mirar a lo esencial. Donde hay un espeso silencio sobre lo esencial (Jean Guitton).
Nuevas metas nos empujan, nuevos caminos para recorrer. El continente digital, el diario digital, la alianza con Aleteia, los Estados Unidos… Y un gracias inmenso a ustedes, a todos ustedes, en el nombre sea de Dios.