La semana pasada concluyó en Buenos Aires la etapa diocesana del proceso por el cual Enrique Shaw podría llegar a ser santo. El primer hombre de negocios que suba a los altares. Murió de cáncer a los 41 años, en agosto de 1962. Tuvo nueve hijos. Fue un patrón ejemplar, al grado tal que cuando necesitó transfusiones de sangre, muchos de sus obreros se agolparon a la puerta del hospital para donarle. Una de las últimas frases de Shaw: “Soy un tipo feliz, porque ahora la sangre que corre por mis venas es sangre obrera; así estoy más identificado con ustedes, a quienes siempre consideré no simples ejecutores, sino también ejecutivos”.
La causa la inició el cardenal Bergoglio en 2005. Se llegaron a juntar hasta 13 mil hojas en la investigación diocesana y en los testimonios de personas que tuvieron contacto con este hombre, feliz, avezado en los negocios, siempre de parte del trabajador, de su familia, de su vida. “Hay que humanizar la fábrica. Para juzgar a un obrero hay que amarlo”, decía. Y lo cumplió a cabalidad. Se puede, entonces, ser santo donde el Señor nos haya colocado, como Agamenón, o como su porquero.
El dirigente de empresa que no ama a sus trabajadores es tan innoble como el médico que no ama al paciente. Que le es indiferente y lo olvida pronto. En este sentido, el francés Georges Bernanos, uno de los que ocupan los lugares más altos en los templos de mis lecturas, pronunció una frase escueta, lapidaria, total: “El verdadero odio es el desinterés, y el asesinato perfecto es el olvido”. Shaw será santo no por que pagó sus impuestos y dio trabajo, sino porque amó, justamente, aquellos de los que dependía. A eso se llama libertad.
Publicado en El Observador de la Actualidad