Todos los años, por San Francisco de Sales, patrono de los periodistas, el Papa Benedicto XVI, siguiendo la huella del beato Juan Pablo II, emite el mensaje para la Jornada de las Comunicaciones Sociales. Sorprende (¿pero hay algo ya que no sorprenda del Papa?) que este 2012, el mensaje sea… sobre el silencio.
Leyéndolo, me vino a la mente la frase de Kierkegaard, el filósofo danés, «padre del existencialismo», quien, contra el malestar de su tiempo (mediados del siglo XIX), proponía una «cura de silencio». Dejar de hablar, de figurar, de gritar, de meter bulla, para que la comunicación auténtica –la comunicación con Dios— no encontrara el obstáculo del vocerío en que habíase convertido la sociedad de entonces.
Kierkegaard no pudo imaginarse lo que es hoy la estridencia envolvente. La mayor parte (por no decir todas) de las enfermedades psíquicas de la modernidad se producen por el ruido que traemos en el alma, resonancia de la perversa multitud de mensajes que nos golpea a diario. La explosión de la comunicación digital apenas deja lugar para la más elemental de todas las fuerzas de la salvación, que es rezar. Mucho menos para ver a los ojos al otro; para que el otro nos cure en el nosotros que funda la familia humana.
«El silencio es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido», escribe el Papa. En una línea condensa la filosofía de la comunicación humana. Y de la comunicación en general. Sin reflexión, sin buscar en el interior la palabra de la verdad, no hay contenido en lo que decimos. Pura cháchara. De ahí nuestra muy mexicana afición al chismorreo. Qué diferencia lo que nos exige en su carta Benedicto XVI: que debemos crear un «ecosistema» para «la escucha recíproca». Un mundo nuevo para poder escuchar al Otro (a Jesús) y al otro (a mi prójimo).
Propongo que usted y yo leamos en profundidad esta carta y adoptemos el mensaje a nuestra circunstancia familiar; propongo, también, a los miles de aspirantes a puestos políticos que la mediten. Y nos hagan favor de callarse un poquito y pensar mucho más en la palabra verdadera que en el puesto que acechan. A todos nos iría mejor.