Al instalar el nuevo colegio de cardenales, el Papa Benedicto XVI pidió a todos los católicos del mundo que oremos por él para que pueda guiar a la Iglesia con «humildad y firmeza». Las últimas semanas ha corrido mucha tinta, dimes y diretes, por la filtración de documentos internos del Vaticano a la prensa. En ellos se habla, incluso, de un posible atentado en contra del Papa. O de que éste va a dejar la silla de Pedro al cumplir, el próximo 19 de abril, 85 años. Se trata, dicen los medios, de un Pontífice anciano, enfermo y «rodeado de lobos», que quiere retirarse a escribir en paz.
Todos los focos estaban apuntados hacia el consistorio celebrado el pasado fin de semana. Según los «enterados», el Papa ya tenía un «as bajo la manga» para su sucesión: el cardenal y arzobispo de Milán, Angelo Scola. Que la presión estaba de parte de los italianos, quienes, desde 1978, ven cómo gobiernan la Iglesia dos papas extranjeros, etcétera. Y, afirmaban, el consistorio iba a ser una señal clarísima del rumbo que tomaría el pontificado de Benedicto XVI, pues siendo los cardenales los electores, ellos (desde luego el Espíritu Santo nada tiene que ver en la elección de un Papa) iban a cerrar filas en torno a sus candidatos y…. ¿para qué seguir?
Lo cierto es que Benedicto XVI, fiel a su costumbre, dejó a todos los vaticanólogos con un palmo de narices. Recordó a los cardenales que su dignidad no era otra cosa que servicio, y que la escarlata significaba estar dispuestos a dar la vida por la Iglesia. ¿Más claro? No hay posibilidad de serlo. En pocas palabras, el Papa les «tiró línea»: aquí nadie viene a especular, a hacer su juego, a ver cómo se organiza para el poder. Aquí se viene a dar la sangre propia, si es preciso.
Y la cereza del pastel fue esa petición amorosa, cristianísima, del Papa. Oren por mí para que sea humilde en el servicio y firme en la conducción de esta barca que Jesús echó a bogar mar adentro hace 2000 años. El aviso es para todos los que ocupamos una posición de responsabilidad con otros: cardenales, obispos, sacerdotes, maestros, padres de familia… Sin humildad no hay coherencia. Sin firmeza la casa se hunde. Es Dios el que da la autoridad. Es el hombre el que la gana, o la pierde por la soberbia.