«Toda persona privada de la posibilidad de aprender a leer, a escribir o a contar se encuentra lesionada en su derecho fundamental a la educación. Queda en situación de desventaja en sus relaciones con la sociedad. El analfabetismo constituye una gran pobreza; con frecuencia es sinónimo de marginación para hombres y mujeres que quedan al margen de una buena parte del patrimonio cultural de la humanidad, e impedidos para desarrollar plenamente sus capacidades personales y su cualificación profesional», escribió el beato Juan Pablo II al entonces secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, en una carta fechada en el Vaticano, el 3 de marzo de 1990, con ocasión del Año Internacional de la Alfabetización.
El tema de la mutilación de los analfabetos lo volvió a tocar muchas otras veces Juan Pablo II. Para él era una preocupación genuina, retomada por Benedicto XVI, quien hace una par de semanas dijo que el arte, la poesía, la belleza literaria, era una vía para llegar a Dios que «el hombre de hoy debería recuperar en su significado más profundo». Pero, ¿cómo esparcir esa senda si por ejemplo en México, segundo país más creyente del planeta, hay 50 millones de personas que no terminaron secundaria y que la mayor parte de los que la terminaron, muy seguramente, ya se olvidaron de leer, escribir y contar?
La Iglesia católica tiene un enorme campo de acción en la supresión del analfabetismo. Lo hizo durante todo el siglo XIX en México. Lo sigue haciendo en muchas parroquias. Pero siempre a contrapelo de los «programas oficiales» que quieren abarcarlo todo y acaban por no hacer nada. La megalomanía del Estado, por una parte, y la flojera de los católicos, por otra, han dejado números horrorosos de lesionados sociales en el país. Pero ésta no es ni una fatalidad ni una determinación. Si cada familia católica ‘adoptara’ a una persona mayor de 15 años analfabeta (real o funcional), muy pronto México integraría a muchos de ellos, a millones, al desarrollo y los haría parte del patrimonio cultural (que en nuestro país es riquísimo y, además, impulsado por el catolicismo).
Y qué mejor regalo que el primer libro que leyeran, que tuvieran en sus manos, en sus casas, fuese la Sagrada Biblia. Esa sería otra tarea para las otras familias católicas que no pudiendo ‘adoptar’ a una persona analfabeta, podrían donarle «una vez certificada por la parroquia, por el decanato, por la diócesis, por pastoral educativa…» el tesoro más grande, el libro de los libros: el libro de la Palabra de Dios. Tampoco estoy pidiendo ir a Marte. O beberse la mar de un trago. Es una obligación de nuestra fe transformar el «denles ustedes de comer» al «denles ustedes de leer».