La quiebra de una de las grandes cadenas de librerías en Estados Unidos no deja de ser una llamada de atención sobre el presente difícil y el futuro muy complejo al que se enfrenta el libro. La cadena Borders ha liquidado todo. En estos momentos, los últimos de su existencia, se pueden comprar lotes enteros de libros al ochenta por ciento de descuento. Lo mismo se puede adquirir máquinas de café, anaqueles, equipos de seguridad, discos compactos, lectores de códigos de barras…
Muchos analistas han descubierto los malos manejos administrativos de Borders. Seguramente son ciertos. Pero lo que es más cierto es que el hecho de ir a comprar libros a una librería —con todo lo que supone— va languideciendo poco a poco. Lo que para muchos de nosotros es una fiesta, para la gran mayoría de los usuarios se ha convertido en una actividad pesada, onerosa, peligrosa e, incluso, inútil. Las empresas derivadas del modelo Amazon se han vuelto las sustitutas del ya casi antiguo placer de ir a la librería, bucear entre los estantes, encontrar la oferta, el título largamente acariciado, conversar con el librero, hacer una comunidad.
El “feliz encuentro” entre editor, librero y lector que tanto aprecia el maestro Gabriel Zaid, poco a poco se desvanece en la bruma de los tiempos. Hoy se busca un título en Internet, se pide, se paga electrónicamente y se recibe en la oficina, sin necesidad de desplazarse ni un metro. La búsqueda del libro, el entrañable “tiempo perdido” entre los pasillos, el consejo del sabelotodo de al lado, la decisión temblorosa de si llevar éste o el otro, el misterio que se sigue de haber ido a buscar un título y haber salido con tres diferentes, empieza a ser nostalgia.
No sé si eso sea malo o no. No estoy en condiciones de juzgarlo. Simplemente parto de la experiencia y del placer. Porque, al menos para un servidor, no hay mayor placer que tener un par de horas libres y poder ir a una librería “de viejo”; llenarme las manos de polvo, revisar títulos que pertenecieron a quién sabe quién, de editoriales antiguas, libros cosidos, con pastas amarillentas, con una tipografía preciosa, todavía sus páginas pegadas… Internet ha venido a “solucionar” todas esas horas “vacías” (que en el caso del que escribe son meses, quizás años); a darles un sentido de “modernidad líquida”. Tenemos tanta literatura a la mano que ya no se nos antoja ni leerla (como sucede con los programas de televisión sobre cocina). Es parte de la saturación en la sociedad de la información. Es parte de un modelo de convivencia presente que elimina el contacto humano y lo convierte en un contacto virtual. Tenemos todo, pero, a lo mejor, no tenemos nada.
Publicado en Revista Siempre!