Hace una década y media –con prólogo del filósofo Julián Marías— Planeta + Testimonio publicó: Las bienaventuranzas hoy. Las ocho bienaventuranzas del Sermón de la Montaña consignadas por san Mateo fueron analizadas, una a una, por el padre José Luis Olaizola, la novelista Mercedes Salisachs, el psiquiatra Enrique Rojas, el jurista Iñigo Cavero, la editora Covadonga O’Shea, el escritor Torcuato Luca de Tena, el historiador José María García Escudero y el académico Fernando Chueca Gotia.
Es un libro sin desperdicio, que pone las bienaventuranzas en el corazón del mundo moderno. Desde entonces hasta este número de El Observador no se había vuelto a intentar algo tan serio como eso: poner en boca de los hombres del siglo actual lo que dijo Jesucristo a la variada muchedumbre (¿cuatro, cinco mil personas?) en aquel lugar identificado, tradicionalmente, al oeste de Cafarnaúm, en el anfiteatro natural que se forma entre dos promontorios llamados «los cuernos de Hattin». San Juan y san Mateo estuvieron presentes. Pero solamente Mateo lo transfirió al Evangelio. No fue necesario más. No siguen siendo ahora necesarias más palabras: las bienaventuranzas representan la mejor «receta» cristiana para ganar la vida eterna.
Pero, como dice el padre Olaizola: «El problema, hoy en día, es que la gente, más que en ir al cielo, está interesada en no ir al infierno, lo cual lo ha solucionado diciendo que el infierno no existe». Marías, en el prólogo, pone el dedo en el renglón afirmando que «lo decisivo es la conexión entre la bienaventuranza con la condición o la conducta en esta vida». Cierto: el Sermón de la Montaña habla de la promesa, pero la promesa no llega como regalo sin ton ni son: llega a aquellos que son pobres de espíritu, mansos, perseguidos por ser justos, que tienen hambre, que lloran las lágrimas del amor, que trabajan por la paz, que tienen el corazón puro de los niños. No son para los que se hacen, sino para los que son felices otorgándole la libertad a Dios de disponer de sus vidas.
Ocho recetas para la felicidad y un pasadizo entre la tierra y el cielo; ocho caminos para desprenderse del mundo amándolo hasta el extremo. Ahora, cuando los nubarrones del escepticismo se yerguen sobre nuestras pobres almas desesperadas, el huracán de la esperanza nos viene de nueva cuenta desde aquel remoto lugar al oeste de Cafarnaúm, con las sublimes palabras del Señor que san Mateo registró para la eternidad en el capítulo 5 de su Evangelio.