En el reciente título publicado en español ¿Por qué es santo? (Ediciones B, 2010), los autores, Slawovir Oder y Saverio Gaeta, resumen en 186 páginas las razones por las cuales Juan Pablo II debe ser beatificado, luego de haber pasado casi seis años de su retorno a la Casa del Padre. No es un recuento de milagros, sino de algo más milagroso: el milagro de la vida íntima, de piedad, de austeridad, de oración, de sacrificio, desprendimiento y amor al prójimo en sus 84 años, 9 meses y 13 días de existir.
Monseñor Oder, quien es el encargado de llevar la causa de beatificación, registra a Karol Wojtyla desde su infancia (hay anécdotas maravillosas de su cercanía con la comunidad judía de su pueblo natal, o de su entrega como monaguillo) hasta su muerte, ocurrida el sábado 2 de abril de 2005, a las 21:37 horas. Desde luego, pasa revista a los 26 años, 5 meses y 17 días de su pontificado, haciendo especial énfasis en aquella enorme representación de la fe cristiana con la que nos regaló la última ocasión que bendijo a la multitud en la Plaza de San Pedro el miércoles 30 de marzo, durante la Audiencia General que no pudo pronunciar, pero que dijo más del que espera en Cristo que mil discursos.
Él, que proclamó 483 santos y mil 345 beatos, fue un predestinado, también, a la santidad. En tres sencillos pasajes de su vida gira, metafóricamente, el texto:
En 1945, siendo estudiante de universidad y seminarista, en la residencia de los estudiantes de la Universidad Jagellonica, alguien pegó un letrero en la puerta de la habitación de Karol Wojtyla (tenía 24 años), que fue como una premonición de su futura vida sacerdotal. Decía el cartelito: Futuro Santo. Eso da idea de que sus compañeros lo veían en camino a serlo, por su bondad y entrega al prójimo. También por su buen humor.
En uno de los últimos años de su pontificado, el tercero más largo de la historia, si contamos el de San Pedro, una religiosa polaca que apoyaba al Papa en su vida cotidiana le dijo (porque lo veía muy agotado): “Me preocupa Su Santidad. El Papa le respondió al vuelo: “A mí también”. Lo cual implica que, no obstante los aplausos y el reconocimiento universal, el Papa sabía que debía seguir trabajando hasta el final por ganarse la gloria.
Finalmente, los cartelones que aquel 8 de abril de 2005, en sus funerales, aparecieron en la multitud presente: Santo ya. Quiere decir que no nada más murió en olor de muchedumbre, sino también en olor –ese olor penetrante, bellísimo, arrebatador— de santidad.
Quiera Dios que este sombrío 2011 –por decir algo, en el mes de abril— nos sea dada su beatificación, como un regalo del cielo: como una luz.