Los que atacan a la familia no saben lo que hacen porque no saben lo que deshacen, decía Chesterton. Visto del lado contrario, quien trabaja a favor de la familia sabe lo que hace porque sabe lo que construye. Y lo que construye es, simplemente, una buena sociedad.
La familia cristiana es un tesoro público que algunos Estados se niegan a apreciar. Es semilla de buenos ciudadanos y de personas que buscan el bien de la comunidad. También es fermento de democracia. Nadie es buen cristiano y fanático de alguna ideología determinista, pues el cristiano, el que entiende que su vida es Cristo, aborrece el engaño pero ama al engañado. Y las ideologías deterministas son, en términos generales, un engaño fabricado para tener adherentes y poder mangonear en nombre de “la mayoría”, de “los intereses del pueblo”, de “los ideales de la patria”.
Nuestros mayores no faltaban a la verdad cuando nos ponían por ejemplo de familia cristiana a la Sagrada Familia: Jesús, María y José. Estoy de acuerdo en que la imaginación (o la falta de ella) de muchos dibujantes de estampitas nos la pusieron como figurines de azúcar, completamente alejados del mundo real; pero su factor de cohesión y de entendimiento, ya no digamos de capacidad de transformación del mal en bien, fue el mismo que resplandece en los cartoncillos de primera comunión o en los cuadros de los grandes maestros de la pintura: el amor.
No el amor abstracto —ese sí azucarado y odioso—, sino el amor concreto, el más concreto de todos: aquel que es capaz de obedecer a la autoridad (el hijo de Dios obedecía a sus padres en la tierra sin chistar, sin rezongar, sin poner trabas, oyendo a la primera, respondiendo a la primera) y de adelantarse a las necesidades del otro. Es el cemento que da fortaleza a la sociedad. Y que viene de familias no “funcionales” sino amorosamente entrometidas con la realidad y con el hombre. Familias que creen hombres para los demás. Y como único consejo: que recen juntas, aunque sea un Padrenuestro y un Avemaría antes de ir a la cama.