Los señores diputados federales —que de tan buena fama gozan entre la población— han decidido, en un golpe de inspiración solamente atribuible al interés que tienen de fomentar nuestro progreso, reformar el artículo 40 de la Constitución y hacer que, además de representativa, democrática y federal, nuestra República sea laica.
¡Necesarísimo! ¡Era, justamente, lo que necesitábamos para dar el brinco a la modernidad! Con un gesto así, estamos preparados para abatir la pobreza, dejar atrás al narcotráfico, enfrentar la falta de empleo y dar educación a nuestros niños y jóvenes. ¿Hay alguien que no sepa que era la demanda de las mayorías? ¿No habíamos escuchado en las calles, en los mercados, en las plazas públicas el reclamo popular para que la República fuera laica y, con este acontecimiento decisivo, la gente tuviera, de una vez por todas, alimento en su mesa, un trabajo bien remunerado, acceso a la educación, a la salud o a una vivienda digna?
Bueno, pero escuchemos a los progenitores de esta iniciativa. Nos dicen, estúpidos de nosotros, que con esta reforma, elevando el laicismo al rango de religión de Estado, se frena el activismo político de la Iglesia y se sientan las bases firmes para que un país como México respete la dignidad de la persona, oponiéndose al derecho humano fundamental de expresar su creencia religiosa en público y en privado.
Claro que los diputados federales ven por nuestro bien. ¿Quién dijo que era más importante la reforma fiscal, la reforma política, la reforma energética o la reforma laboral? No, señores, que la gente coma, viva, tenga techo, cultura, educación, acceso a medicamentos, trabajo y un salario digno, es cosa de poquísima monta. Lo que importa —nos recuerdan don Juventino Castro y Castro y don César Augusto Santiago, adalides de esta reforma al artículo 40— es mantener a la Iglesia católica a raya, enjaulada, maniatada, calladita, y a los obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos, así como a los creyentes, en su lugar, es decir, en la sacristía.
¡Ya somos una República laica! ¡Casi como en 1857! ¡Aleluya! Era lo que nos faltaba para lograr el bienestar de las mayorías. Caramba, ¿cómo no nos habíamos dado cuenta?