Muerto a la orilla de la playa de Turquía, como si durmiera boca abajo, Aylan Kurdi, de tres años de edad, es el símbolo de la estupidez del poder y de la guerra; de la ambición mezquina y de la ausencia del temor de Dios. Su cuerpecito mojado por las aguas del mar Egeo, todavía caliente del último abrazo de su madre, ahogada también en su huida del horror del EI, hace aterrizar en el atroz sentimiento de que es Jesús mismo al que vomitamos en la arena turca. Continuar leyendo