Por una extraña razón que no alcanzo a entender, la sucesión apostólica en Querétaro se metió al manoseo, casi siempre irreverente, de los medios de comunicación. Hubo quien soltó, como globo sonda, el nombre de un «aspirante» ya «amarrado» para suceder a monseñor Mario De Gasperín Gasperín. Hubo quien hizo ternas, cábalas, pronósticos: como si se tratara de un puesto político, de la final de un campeonato, del melate…
Los obispos no son funcionarios públicos, que se ponen y se quitan de acuerdo con los intereses de un club, de un grupo de poder, de una corriente política. Son, ni más ni menos, los sucesores de los apóstoles, de los Doce que Jesús visitó tras haber resucitado. El obispo de Roma –el Papa—es el que preside y encabeza el colegio episcopal. Y es quien nombra a un sucesor cuando acepta la renuncia del obispo que ya ha rebasado el límite de edad (75 años). No lo hace el Papa a la ligera. No es un «volado». Nada hay al azar. Hay una acción del Espíritu Santo, quien, como en el cenáculo de Jerusalén, sigue fortaleciendo a los que Cristo envía para confirmar en la verdad a los pueblos.
Monseñor Faustino Armendáriz Jiménez llega a Querétaro, desde Matamoros, con toda la fuerza de una institución sobrenatural, fundada por Cristo, con Pedro como la roca firme desde donde se guarda el depósito de la fe, no una constitución civil o un negocio tras bambalinas. «Es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta. Sólo poco a poco va construyendo su historia en la gran historia de la humanidad», escribe Joseph Ratzinger-Benedicto XVI en la segunda entrega de Jesús de Nazaret (Planeta-Editorial Encuentro, p. 321). Si esto es válido para la historia del mundo, también lo es para cada diócesis en particular.
Como no lo entienden mis colegas periodistas, les da por echar apuestas. Y al hacerlo no se dan cuenta del daño que hacen al pueblo católico (en la diócesis de Querétaro un millón 809 mil de una población total de un millón 856 mil personas). Apostando vuelven al misterio de una fantasía de Hollywood, una telenovela de Televisa. Y socavan la fe en la acción del Espíritu Santo, queriendo volver a la Iglesia «de su antiguo estado de institución divina al de sociedad de responsabilidad limitada en la que el poder es compartido como en cualquier otra sociedad» (cfr. André Frossard: El mundo de Juan Pablo II. RIALP, p. 114).
La Iglesia no es «cualquier otra sociedad». Es –como decía san Bernardo de Claraval— el sitio ideal para «la venida intermedia» de Cristo, la presencia actual del Señor en la Palabra, en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, y en la esperanza alegre de los cristianos, encabezada por los santos, mujeres y hombres de la talla colosal de Teresa de Calcuta o de Juan Pablo II. ¡Esa es la Iglesia y esa es la fe que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús! Lo demás, dicho con todo respeto, son sandeces.