El ADN

Es verdad.  En el cristianismo el tiempo no tiene ninguna importancia.  Jesucristo es el mismo hoy, mañana, ayer y siempre.  Sin embargo, vale la pena voltear al pasado, a la primera Iglesia, para valorar nuestro ADN, nuestro código íntimo, impreso en la fe que profesamos.

A fines del siglo II de nuestra era, un tal Diogneto preguntó –con sana curiosidad— qué era eso de los cristianos.  El autor anónimo de la respuesta –el autor del inmortal Discurso a Diogneto— le dijo muchas cosas, pero, sobre todo, le dijo lo que eran (y lo que debemos ser) los hijos de Jesucristo:

Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. (…)  Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos: como todos engendran hijos, pero no exponen los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son perseguidos…

Esto último es estremecedor.  Nuestro ADN está en el amor contra toda presunción del amor del mundo.  Sacar la casta del cristiano tiene que ver con esa posibilidad de amar al amigo y al enemigo; colaborar con el mundo pero sin hundirse en el mundo.  Ver al cielo no es evasión sino sentido de realidad.  Es al cielo al que pertenecemos, es a Dios al que pertenecemos, pero es con el hombre como logramos la salvación de nuestra alma.  La obediencia a las leyes es parte de nuestra forma de peregrinar en el mundo.  Pero, por encima de las leyes del mundo, está la ley suprema del cristianismo: la ley del amor.

El Discurso a Diogneto es como nuestra acta de nacimiento.  Un acta que, de verdad, nos compromete a ser como ellos, como los primeros,  como los mártires de Cristo que ponían mesa común, daban de comer a todos, pero no vivían según la carne, sino según el espíritu.  Nunca una religión causó tal revuelo.  Y nosotros, que a veces nos sentimos descobijados…