Hace poco partiste a la Casa del Padre. Habías prolongado tu misión para enseñar a los que te rodearon, de cerca o de lejos, el ignorado asombro de estar vivos. La tuya fue ese tipo de lección, nacida del dolor, que crece si los otros son capaces de mirar lejos, más allá de la carne que se extingue.
Hablamos poco, tú y yo. Pero a través de la corriente de amorosa fidelidad que unía a las dos hermanas, pude intuir –corazón mezquino, orgullo delirante—esa respiración superior que liga la existencia humana con el misterio. ¡Que tacaños somos con el sacrificio del otro! Regateamos su limpieza; le quitamos su sentido. La nivelamos a nuestra mediocridad.
Al final queda la luz del testimonio. El tuyo se fue haciendo mayúsculo al tiempo que perdías vigor. En esta época donde todo es cuerpo, lozanía y apariencia, la llama de la vela se convierte en relámpago: un trallazo de verdades últimas.
¡Cuántas tareas importantes nos dejas como herencia! En tu nueva misión, contemplando el rostro de Dios, las habrás de tachar, una por una. La primera: volver a lo esencial. La segunda, gozar de lo creado. La tercera: guerrear por lo que amamos.
Seguro te dejarán pinceles. En tus manos terrenas adquirían colores inusitados, pavos reales o niñas columpiándose, sandías o medias lunas que rebasaban lo real; colores que eran esperanza. Ahora pintarás cuadros con los benditos del Señor: aquellos que fueron probados en la debilidad y salieron airosos. Aquellos que fueron elegidos para deletrear el nombre de la alegría desde el lecho del enfermo.
Dios no equivoca su elección. La llamamos tragedia cuando debíamos llamarla cumbre. Con tu hermana, que asombra mis pasos, más que extrañarte, intentaremos seguirte, Lucía.
Para Lucía Urquiza Guzzy, in memoriam
Y para Maité
Dos guerreras