A la abuelita de mi mujer, María, le decían “Mayo”, o “Mayito”. Siempre me ha parecido algo más que un apodo: una relación muy fuerte. Mayo, como mes, es el “Mes de María”. O al menos lo era para mi generación. Parece ser que ya no.
Uno de los temas con los que tiene que lidiar la Iglesia católica es, justamente, ése: ya no existe la “trasmisión automática” de la fe. La caja de velocidad del coche en el que viajaba el Evangelio, al menos en la América Hispana, se atoró.
No quiero decir que haya sido siempre fácil comunicar el misterio de la Encarnación, o el de la Inmaculada Concepción. Pero había un como sentido de trascendencia que hoy con la falsa identidad que le da a los jóvenes ese inmenso país llamado Facebook (con 2,200 millones de habitantes) se ha perdido. Mayo ya no es María. Y hay que recordarlo como uno de los puntos centrales que podemos volver a inducir en los nuevos católicos.
¿Qué importancia tiene el culto a María? Bueno, el Papa Francisco lo ha dicho con absoluta certeza: saber que tenemos una madre en el cielo. Por lo tanto, saber que no estamos nunca solos. Tenemos una madre que nos protege, intercede por nosotros, nos alivia y nos pregunta, como a Juan Dieguito en el Tepeyac, “¿no estás bajo mi sombra; no soy yo tu salud?”
Mayo nos recuerda –como sugiere el poema de Francisco González León que publicamos en el número 1190 de El Observador—nuestra infancia. Nuestra fe recién salida del horno. Cantos y flores. Y la inmensa sensación de seguridad que María trajo al mundo con su “sí”. Un “sí” que podemos repetir con ella cada vez que se nos antoje hacer nuestra voluntad.