El sepulcro vacío y los días posteriores al domingo en que Jesús resucitó, tocaron hondamente a los que lo vieron. Está su testimonio. Muchos, finalmente, creyeron. San Pablo lo dice con claridad: si Él no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe. Un bonito cuento ético. Una historia de amor culminante. Un programa de vida. Y nada más.
Ante el Resucitado, ¿quién de todos los actores soy? La respuesta típica: los discípulos de Emaús. Pero ellos sintieron arder su corazón cuando el peregrino les explicaba las escrituras y más aún cuando partió en su mesa el pan. ¿Ardo yo en celo por el Evangelio? Y cuando parte para mí el pan en el altar, ¿siento esa urgencia de ir a contarlo a todo el mundo?
En el mejor de los casos, una leve alegría del alma; un aleteo íntimo y consolador de que hay un Dios que me protege. Hasta ahí. Reconocimiento racional del ardor. No, no soy como los discípulos de la Calzada de Emaús. Soy Tomás metiendo el dedo en el agujero del costado divino. Indagando, comparando, viendo “si me conviene” seguir al Maestro.
“Cerciorarme” es mi costumbre. No vaya a ser que eso del sepulcro vacío sea –como dijeron los poderes de entonces—una estrategia de sus seguidores para convencer a los incautos de que Jesús era el Hijo de Dios… Y siento que por meter el dedo en la herida, ya soy “bueno”. Resucitar es cambiar.
Publicado en El Observador de la actualidad No. 1136