Primero fue el secuestro de un avión de Aeroméxico procedente de Cancún por un sudamericano que, dijo, actuaba en nombre de Dios para llamar la atención sobre los sucesos tremendos que se abatirían sobre México. Pidió que nos pusiéramos a rezar para salvar a la nación de la violencia.
Después, la balacera en la estación Balderas del Metro capitalino, donde otro sujeto alienado mató a un policía y a un civil e hirió de bala a siete personas más. Según declaraciones de testigos, el matón gritaba a los cuatro vientos que lo hacía en nombre de Dios y para que rezáramos en contra del gobierno.
¿Qué está pasando en nuestro país? ¿Qué clase de situaciones está viviendo la gente para que salgan estos pequeños y grandes monstruos blasfemos que usan el nombre del Señor para secuestrar, amedrentar, violar, malherir y matar? La descomposición que muchos se apresuran a calificar de «descomposición social» es, desde luego, de carácter moral: hemos dejado de lado el temor de Dios para usar a Dios como objeto de venganza. Y de venganza criminal.
La conciencia de los valores, esa capacidad que tenemos los seres humanos de descubrir y defender lo que es valioso por sí mismo, se encuentra nublada por toneladas de imágenes que nos invitan, diariamente, a pisotear al otro, a burlarnos de la religión, a hacer escarnio de los sacerdotes, de los fieles, a calificar de «mochos», es decir, disminuidos, a quienes profesan su fe en público, a ironizar sobre el cielo y el infierno, a mofarse de Cristo, a convertir a la Virgen de Guadalupe en una camiseta, en una mercancía, en un pretexto para que el artista se luzca en el escenario, sea más querido por la multitud, sus discos se vendan mejor… Todo eso es fermento de la pérdida acelerada del sentido de lo sobrenatural y, por ende, del respeto a la dignidad del otro.
Así como existen ligas de antidifamación en otras religiones, deberíamos proponer una liga de antidifamación cristiana en nuestro país. Y la podemos empezar en la familia. Que no nos hagamos cómplices de quienes se burlan de Dios, de la fe, de la religión, de la identidad católica de México. Ellos son parte de que existan monstruos grandes, como el del Metro, y pequeños, como el del avión.