La superficie del país, sobre todo en los estados en los que se renueva la gubernatura, está tapizada de varones y damitas que ríen con la mazorca completa, con sonrisas a medias, con gesto popular de cariñoso futuro. Candidatos y candidatas —más ellos que ellas, hay que decirlo todo— contemplan el pasar de los coches y de los transeúntes con una alborozada simpatía, con una especie de encanto y sencillez. Como diciendo: si la Patria se hubiera fijado antes en mí, otro gallo (o gallina) hubiera cantado (o cacaraqueado); pero, hermanos míos, hermanas mías, todavía están a tiempo: el 7 de junio se pueden poner a mano y enmendar su error…
Cada elección —ya llevo bastantes en mi vida adulta— me hago la misma pregunta, pero cada vez más angustiante es la inquietud que la motiva. Quizá sean cosas de la edad, pero lo que antaño me parecía un ejercicio puro de mercadotecnia política ahora me parece un trallazo de cinismo, una exaltación de la distancia entre político/política y ciudadano/a. Vamos, una especie de sorna quebradiza en la que brilla la dentadura como reflejo inverso de la oscuridad si no del alma, sí de la intención del candidato/a.
Yo voy por la calle y no veo muchos mexicanos que rían tan confiados, tan sin miedo, tan alegres como los que los quieren representar en el Congreso federal, en el local, en su presidencia municipal, en su virreinato (perdón, en el Estado de su propiedad; Estado que pretenden encabezar con “fórmulas de unidad” tan consistentes como la que se haría la mezcla del agua, el atún, la mermelada de fresa y el aceite de motores de combustión interna). En los parabuses, los espectaculares, las botargas, los displays, los volantes, las octavillas, las inserciones de prensa, los spots de radio, los de tele, los de cine, las camisetas, las gorras, los vasos, tazas, plumas, cuadernos… hay una risa de metal que hiela la sangre: una risa que se sabe forzada por los requerimientos de la imagen, del producto en que se ha convertido el político, de la marca en que se han convertido los partidos, de la distancia que tienen que vadear los candidatos para mostrar que —a diferencia de las paralelas de Euclides— política y ciudadanía en México se van a tocar no en el infinito, sino el próximo mes de septiembre, de octubre, de noviembre o de diciembre, cuando ellos y ellas tomen posesión de su cargo y ahora sí, “a darle que es mole de olla”.
Ninguno de los aspirantes aparece serio. ¿No deberían hacerlo? La inseguridad, el desempleo, la ausencia de servicios, la inequidad brutal, la economía que aterriza cada trimestre, las balaceras que aterrizan cada tarde, los desaparecidos, los propios candidatos asesinados (van seis en este proceso), ¿no obligarían a cerrar un poquitín la boca y a mirar con una noción de compromiso a los viandantes? Digo, me pregunto yo… Pero —quizá— sean ya cosas de la edad de uno, y de la melancolía que arrastran consigo los años de vivir bajo esas sonrisas demasiado puras para ser verdaderas; demasiado angelicales como para transformar el abominable caos en que ellas mismas —y nuestra dejadez— nos han metido.
Publicado en Revista Siempre!