El pasado 5 de junio pudimos ser testigos de lo que los científicos llaman «la danza elegante de los planetas del sistema solar». Venus, similar en tamaño a la Tierra, se alineó con esta y el Sol, de tal suerte que pudimos contemplar un mínimo eclipse por 6 horas: el paso de un extremo a otro de Venus por la superficie del astro rey. Será ésta la última vez que lo hagamos. El siguiente evento sucederá en 2117: dentro de 105 años.
Para la ciencia, el tránsito de Venus ha sido fuente de descubrimientos. Primero, de cuán grande era nuestro sistema solar y ahora, debido al debilitamiento de las estrellas cuando tienen planetas en su órbita, para descubrir otros sistemas similares al nuestro, en la busca infatigable de encontrar un planeta como el que habitamos. Hay millones de posibilidades. Pero, hasta hoy, solamente este pequeño rinconcito del Universo alberga la maravilla de la vida humana.
Todo esto es un misterio que, lejos de denotar nuestra insignificancia, lo hace, pero de nuestra grandeza. Lejos de precisar un abandono de Dios, es muestra de la locura de su amor hacia su criatura. Un amor como el universo: majestuoso, infinito, científicamente indemostrable, humanamente irrebatible.
Los fenómenos interplanetarios, como el pasado acercamiento de Marte con la Tierra ocurrido en el mes de marzo, o los modestos eclipses parciales o totales de Sol o de Luna, abren la imaginación o el sentimiento enfermizo y trepidante del desamparo. ¿Estamos solos en el cosmos? Era la pregunta que se hacía un divulgador de los ovnis en los sesenta del siglo pasado. La respuesta, para él y para los que se sienten disminuidos en la pequeñez de la Tierra frente a la magnitud de la bóveda estrellada, es no. No estamos solos. Dios está con nosotros, en la intimidad cotidiana, en nuestra mesa, en la Misa, en nuestra vida.
Saberlo produce alivio. Y cura el desaliento. Cuando uno se siente minúsculo y abandonado, la única fuente de salvación es el amor del que nos amó primero. Saber que ese amor no acaba con nuestra muerte, sino que, como lo decía el Dante, nos integra al gran movimiento del Sol y las estrellas. El amor cura toneladas de pecados, diría San Pedro. Y cura uno de ellos, el mayor de todos: la desesperanza.