Nadie puede evitar una sensación de nostalgia: se ha ido un año más de la cuenta con la que Dios nos ha dotado para vivir esta vida. Al mismo tiempo, la ilusión y la esperanza: el año próximo, 2018, seré mejor, me esforzaré más, trabajaré por la casa común, por el bien de los otros, por Cristo en los pobres…
Promesas que, a veces, sirven para calmar un poco el desasosiego del deber incumplido, la presencia rota, el olvido, la falta de verdad, esos pecados veniales con los que vamos cargando la barca (pensando que no la hunden). Quizá la decisión tantas veces aplazada sea ésta: pasar del “quisiera” al “puedo en mi debilidad y con la ayuda de la Gracia”.
No, con las fuerzas propias no alcanzaremos el ideal, grande o pequeño, que hayamos formulado en estos días. Necesaria es una grande dosis de humildad. Matar el orgullo (tan cercano a la vanidad); expulsar la egolatría del “yo-mi-me-conmigo”, estacionar (si es en un abismo, tanto mejor) el proyecto narcisista con el cual decidimos aplastar al prójimo. Y dejar al Espíritu actuar en el hondón del alma, ahí donde se cocina lo mejor de cada uno.
Importa agradecer. Agradecer mucho, a toda hora (como hacía mi suegro, que de tanto dar las gracias, llegó a dar las gracias por dar las gracias). Somos hijos, herederos, dependientes de una cadena de milagros. Quien comprende esto, comprende todo. Su vida la convierte en una preciosa joya que se desgasta en el servicio a los otros.
Mujeres y hombres en camino hacia el Absoluto, hacia la vida verdadera, que tiene su relato en sus pequeñas historias, en el rincón del mundo donde ríen, oran, se mueven y son amados, en su individualidad imperfecta, por Dios.
Publicado en El Observador de la actualidad