Debemos muchas decepciones a lo que David Rieff (y mi mujer, con otras palabras) llama filantro-capitalismo. En su libro El oprobio del hambre, Rieff muestra que “jugar a ser dioses”, “pararse el cuellito”, pretender ser “buena onda con los pobres” no disminuye el hambre en el mundo (ni en México, ni en mi barrio). Lo que aumenta es la brutal desigualdad, fruto de todas las amenazas que se ciernen sobre el presente y el futuro del hombre.
Otra de las tesis de Rieff es que tecnología y filantropía –esa cosa tan azucarada y tan abstracta—no van de la mano en nuestro planeta. La tecnología y la especulación sí que marchan juntas. Por eso Gandhi dijo: “En la tierra hay suficiente para satisfacer las necesidades de todos, pero no para satisfacer su codicia”.
Es aquí, en el meollo de la injusta distribución de una riqueza que debería alcanzar para que a nadie le faltara nada; para que no hubiera un solo hermano que muriera de hambre en el mundo (en México, anualmente, mueren 9,000 personas de hambre, y eso es muy serio): que ese “amor al hombre” (filantropía) debe elevarse al amor a Cristo en cada ser humano. Lo que se hace sin Cristo tiene poca vida, efímero entusiasmo. Solo cuando nos aferramos a una medida que nos colma y sobrepasa –la medida del amor de Dios—vemos el dolor del otro como si fuera mi propio e intransferible dolor.
¿Dónde comienzan los intereses comerciales y terminan los intereses “altruistas”? Difícil, muy difícil saberlo sin Cristo. Porque Cristo es el límite real entre querer al otro en abstracto o quererlo en lo concreto: en su debilidad y en su apuesta por mí, para salir adelante, aunque no me conozca. Ni sepa que existo.
Publicado en El Observador de la actualidad No. 1143