La importancia que han alcanzado los medios de comunicación así como la comunicación digital es indudable. Para la gran mayoría, son el principal instrumento informativo, formativo, orientador e inspirador de sus comportamientos individuales, sociales y familiares. Tenemos que tomar muy en cuenta esto cuando enfrentemos el fenómeno actual de la transmisión de valores en la familia. Ya no es ésta la principal transmisora de valores.
En esa gran mayoría nos incluimos, por supuesto, las familias de los católicos. Es preciso señalar que las nuevas generaciones han crecido, en buena medida, condicionadas por los medios y, últimamente, por Internet y las redes sociales. No reconocerlo es querer taparnos los ojos y no entrarle al toro por los cuernos. La familia está, por así decirlo, “secuestrada” por las pantallas.
Los comportamientos personales y sociales de las nuevas generaciones (y de las ya no tan nuevas) –al influjo de los medios, de Internet y de las redes sociales—se contraponen de manera efectiva y consistente a los comportamientos queridos por la Iglesia (en la familia y en la sociedad). ¿En qué se nota esa contraposición? En la quiebra generalizada de los valores, en la relativización de las relaciones humanas, en la incapacidad de compromiso duradero, en el declinar de la figura del padre, de la obediencia, del sentido de pertenencia.
El punto central de esta contraposición podría enunciarse así: mientras los medios e Internet difunden (y gratifican) comportamientos personales y sociales indiferentes al prójimo, la Iglesia le pide a los católicos imitar a Cristo en el amor (y la entrega) al prójimo. Está hablando otro lenguaje. Y lo peor es que no hay solución de continuidad entre ambos mundos. En la Iglesia nos hemos vuelto autorreferenciales, creyendo que hablándonos a nosotros mismos estamos cambiando la realidad. Lo cual, además de engaño, hace perder la esperanza en el mensaje transformador del Evangelio.
La ruptura de la familia, dice el Sínodo Ordinario de la Familia, viene motivada, principalmente, por una crisis de fidelidad. Lo que es lo mismo, por una crisis de incapacidad de honrar la palabra, asumir un compromiso duradero, sacrificarse para que el otro tenga vida y la tenga en abundancia. Esa crisis es, nada más y nada menos, que el “mensaje” íntimo de los medios: consume y sé feliz; cambia constantemente y mejorarás; usa los medios que necesites usar para el fin que quieres conseguir…
Quizá por ello el cineasta y poeta italiano, Pier-Paolo Passolini, haya escrito una frase tan misteriosa y esclarecedora como la siguiente: “La televisión es la que ha cerrado la era de la piedad y la que ha iniciado la era del placer”. Lo mismo podemos decir de los demás medios digitales, principalmente Internet. Una herramienta de comunicación que nos impone la soledad es una herramienta paradójica. La soledad moderna es espantosa, porque es la “soledad de dos en compañía” (Campoamor).
Y es que la piedad exige sacrificio, borrar al yo, hacer que brote la amistad que anhela el corazón humano; una amistad que es reflejo del acto de amor primigenio mediante el cual Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. La piedad no es la conmiseración del otro, sino la compartición de su dolor de vivir.
El placer, en tanto, desvinculado del amor, es apropiación del otro, objetivación de la persona, uso como utensilio y como provecho personal de quien es, puramente, libertad. Los medios enseñan a diario que importa el yo por sobre los otros. Un chico de 12 años ha visto 15 mil asesinatos en directo por la televisión. Agregarle los que ha visto en el cine, en los videojuegos…
De nueva cuenta Passolini (quien murió asesinado por jóvenes): “Si los modelos de vida propuestos a los jóvenes son los de la televisión, ¿cómo puede pretenderse que la juventud más expuesta e indefensa no sea criminaloíde?” Karl Popper decía algo similar: ¿cómo es posible que no todos los jóvenes sean criminales?
Las informaciones, orientaciones, homilías y prédicas de la Iglesia católica con respecto a la familia, a la fidelidad, al compromiso, a la imitación de la Familia de Nazaret, etcétera, llegan al público a partir o a través del filtro de los medios de comunicación social y de las redes sociales. Es decir, llegan a través del tamiz de los medios, como una información inocua (comercial) y por las redes como una información acomodaticia (yo decido en el anonimato qué publicar en contra de los demás).
El problema no es que los medios o las redes estén manejados por mentalidades perversas, mentalidades que “manden” realizar una serie de contenidos o autopistas de la información que reduzcan la propensión a la piedad y refuercen la propensión al placer. El problema es nuestro: incapaces de informar a los nuestros (hijos, fieles, parroquianos) de algo tan útil como lo siguiente: que el bien paga largamente, ahora y en la vida eterna; que la verdad es superior a la mentira y que la belleza es superior al feísmo con el que se pretende encubrir el comercio de los cuerpos y la corrupción de las almas. En otras palabras: echarle la culpa a la comunicación de la descomposición de la familia es tanto como decir que la fiebre está en las sábanas. Que si se cambian las sábanas se acabó la fiebre. Un idealismo estúpido.
El mayor de los problemas –citando a Juan Pablo 11 en La Misión de Cristo Redentor—es que la nueva cultura del placer se ha ido constituyendo como la cultura reinante y de la cual se desprenden los contenidos. La frase de JP11: “Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, aún antes que los contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes, nuevas técnicas, nuevos comportamientos psicológicos”.
Dicho de otra manera: hay una cultura que rechaza la piedad y que nace de las nuevas formas de comunicar basadas en la presencia virtual, la distancia entre emisor y receptor, la imposibilidad de la relación cara a cara, la deificación del yo. Ahí es donde pueden intervenir la Iglesia y la familia: en la recomposición del rostro de la comunicación interpersonal; en el silencio, en la escucha, en la oración y en la conversación cara a cara. No es caro el método de respuesta: es baratísimo. Se llama lectura, meditación, charla y trabajo por el bien de otros…
Hay que dejar en claro una cosa (sin lamentarnos; así es): la Iglesia en los medios de comunicación siempre va a aparecer minimizada, obedeciendo a otra época, a otro lugar, a una intención (oculta) de manipular a las conciencias “obligándolas” al sacrificio y a la abnegación. La familia va a aparecer como un estorbo, una carga, un largo lamento venido de las entrañas de la prehistoria. Los lobbies gay, por ejemplo, dañarán a la familia diciendo que es una sociedad discriminatoria.
También es causa que figuras y signos distintivos de la Iglesia –desde sacerdotes y seglares hasta sacramentos—“merezcan” el destino de la burla. Son mensajes incómodos que hablan de piedad a quien está capacitado para entender el placer.
La cultura creada por estos nuevos lenguajes no tiene lugar para la verdad. La verdad incomoda porque exige ver siempre más allá; más allá de los cuerpos, más allá de los objetos, más allá de la posesión del otro mediante el dinero o el poder.
Yves M-J Congar: “En el mundo actual (…) existe, sobre todo para los cristianos, un deber, en extremo urgente de verdad. El mundo está lleno de mentiras. Nuestros diarios mienten, no dicen más que una parte de las cosas”.
¿Deber para los cristianos? Sí: deber. Se trata de restituirle a la verdad el lugar que le corresponde. La verdad requiere de fieles defensores, no de gente pusilánime. La verdad de la vida como regalo de Dios exige arrojo e inteligencia.
Volver a la realidad, tratar de informarse, estudiar, ver al otro en su destino trascendente, defender la vida, seguir con fidelidad la Doctrina de la Iglesia: “experta en humanidad” (Pablo V1), son algunos de los caminos que llevan a Jesús.
La Iglesia es un bien de la sociedad que la sociedad se niega a aquilatar, porque los medios de comunicación han cimentado un lenguaje que hace imposible dar cabida al seguimiento de Cristo, desde la Cruz hacia el corazón del otro.
Los católicos podemos restaurar el reino de la Verdad si no jugamos al juego estéril del autoritarismo, la indiferencia, la desunión o la socarrona coincidencia con el resumen principal de los medios: que la Iglesia se equivoca siempre.
Cuando tengamos un medio de comunicación en nuestras manos, buscar el patrón que interconecta antes que la supremacía de mi corriente, de mi capilla, de mi movimiento. Que todos seamos uno, con Padre e Hijo son uno. Informar y formar a la familia: no desde la piadosita prédica de que hay que ser buenos, sino desde el valor del testimonio. El Papa Francisco nos lo enseña de forma extraordinaria. Primero es el signo, después el gesto y, al último, la palabra.
Cuando participemos en los medios, por azar o por decisión propia, por casualidad o por providencia, seguir el consejo de un viejo cura sabio: decir poco, aferrarse al Evangelio, no hablar de lo que no se conoce, ser buenos y, además, simpáticos.
Cuando nos comportemos como usuarios de los medios, hacerlo con visión católica, poniéndonos las gafas de la trascendencia, verificando la dignidad de la persona humana y aceptando que la Verdad alinea en nuestra cancha.
Apoyar las iniciativas de comunicación emanadas de la Iglesia. El diablo nos susurra al oído que siempre habrá una publicación, un programa, un libro mejor. Puede que si lo haya, pero, por lo pronto, saquemos adelante, entre todos, lo que tenemos.
Para terminar, los poetas siempre dicen las verdades grandes del hombre. El alejamiento de la sociedad contemporánea de la Iglesia y de la familia –incluyéndonos a nosotros, los católicos—es el alejamiento de la comunicación de la Cruz, de la piedad, contra el acercamiento del placer. Escuchemos:
Pero el hombre que es seguirá como una sombra
Al hombre que finge ser.
Y el Hijo de Hombre no fue crucificado de una vez para todas,
La sangre de los mártires no fue derramada de una vez para todas:
Pero el hijo de Hombre está siempre crucificado
Y habrá Mártires y Santos.
Y si la sangre de Mártires ha de correr por lo escalones
Primero debemos edificar los escalones;
Y si ha de ser derribado el Templo
Primero tenemos que edificar el Templo.
S. Eliot. Coros de “La Piedra”
He aquí nuestra tarea: construir el Templo. Y buscar transformar el lenguaje propio de los medios para que los que tienen sed de amistad encuentren en la familia, en la Iglesia, su “hogar”. Un hogar: no hay nada que añore más el alma humana. Y ese hogar no puede ser la caverna electrónica, sino el amor de Cristo.
Por Jaime Septién
(Conferencia en el encuentro nacional de familias. Querétaro 2015)