El Año Santo de la Misericordia nos ofrece la posibilidad de sanar las heridas que vienen, muchas veces, de aquellos a los cuales queremos y nos quieren. Qué alegría más grande. Qué motivación más gozosa: sabernos libres de un recuerdo que tortura el alma. “Perdonar no significa olvidar”, decía Henry Nowen. Perdonar significa “sanar verdaderamente el recuerdo”.
Las guerras, las batallas, los enojos, los desastres en las relaciones familiares y sociales tienen, generalmente, un punto en común: caer en la provocación de la magnitud de la “falta” cometida en contra mía. Va uno por la calle. Escucha conversaciones. Casi todas son la maldad de un ausente. “El me hizo; ella me tornó…”. Arrastramos una existencia de enojos gratuitos y de punzadas inútiles.
Lo mismo pasa en nuestra relación con Dios. Él tiene que perdonarnos cada día. Pero perdonarle a Él que yo no sea rico, que no tenga la familia que soñaba, que me vaya mal en el trabajo, que me haya enfermado o que pesqué un resfriado justo el día de mi cita…, ¡jamás!
La misericordia a la que empuja el Año Santo es la misericordia perfecta de aquél que nos amó primero. “¿Acaso podía haber una misericordia más grande que la que llevó al Creador del cielo a bajar del mismo cielo y al Creador de la tierra a revestirse de un cuerpo mortal?”, se preguntaba San Agustín. Siendo rey se hizo siervo; siendo pan tuvo hambre; siendo la saciedad se hizo sed; siendo el poder se hizo débil; siendo vida, murió. “Y todo esto lo hizo para saciar nuestra hambre, para aliviar nuestra sed ardiente, para fortalecer nuestra debilidad, para cancelar nuestra iniquidad, para encender nuestra caridad”. Lo hizo para que cada uno pudiera comenzar de nuevo. Aquí. Ahora mismo.
Publicado en El Observador de la Actualidad