En el mes patrio todo restaurante se apunta a celebrar la mexicanidad con menús que incluyen platillos nuestros, especialmente los chiles en nogada. ¿Cuántos de estos platillos, que hoy consideramos conquistas de la gastronomía profesional no nacieron en los espacios recogidos de los conventos?
Escuchaba el otro día hablar de historia de México a un divulgador de mentiras (me reservo su nombre) en el que pedía, junto con el cadáver de don Porfirio, desterrar a la Iglesia católica, a la que le endilgaba (y le endilga) todas las atrocidades imaginables en contra del pueblo de México. Para él, como para un puñado de jacobinos que andan por ahí, la Iglesia lo único que ha perseguido es la sumisión y la idiotez de los mexicanos. La nación empieza con Juárez y acaba con la Constitución de 1917. Eso es todo lo bueno que le ha sucedido. El resto –pobres diablos—es territorio “de la clerigalla”.
No solamente en la comida, en el pensamiento, en la educación, en la asistencia al necesitado, en las artes y en las letras, la Iglesia ha provisto de un enorme caudal de elementos que nos identifican y que no obstante el liberalismo los haya querido ocultar, siguen ahí, en el corazón de los mexicanos. Desde el himno hasta las cazuelas.
Vuelvo a estas últimas y me pregunto si hubiera sido posible un platillo tan sofisticado como los propios chiles en nogada, si en el fondo no estuviera la frase de Santa Teresa de Ávila: “… entended que si es en la cocina donde la obediencia os trajere empleadas, entre los pucheros anda el Señor ayudándoos en lo interior y en lo exterior”. Ese plato trae el sello –como la cultura misma– no de la sumisión, sino de la santidad.
Publicado en El Observador de la Actualidad