Una voz que arrulla

bebe-dormido-en-brazosLa primera versión que tenemos de nuestra madre es una voz que canta, arrulla, estabiliza el estupor de abandonar su seno y aprender que el mundo es nuestro nuevo hábitat.

Luego es el ir creciendo de su mano, apilar en su corazón miedos y alegrías que nos produce lo otro. Abandonados en la adolescencia y en la juventud a una aventura que ya no es ella, perdemos contacto con su originalidad fabulosa, con su esencia que declara la vida como regalo de esperanza.

Cuando adultos recuperamos el tiempo perdido. Se nos quita la vanidosa conclusión de que con nuestras fuerzas podemos todo. No siempre se llega a concluir el proceso de conversión. Pero cuando se llega –aunque sea a trompicones (somos criaturas demoledoramente necias)– sobreviene la alegría de lo sencillo. Porque una madre es la alegría de lo sencillo, el contacto cercano con las cuatro preguntas que fundamentan al ser humano: de dónde vengo, quién soy, qué debo hacer, a dónde me dirijo. De golpe se abre la ventana. Y es Dios quien penetra a través de ella. Una madre enseña al hijo que Dios es Padre.

Pasan los años. Ella parte. Un ingente deseo de su presencia nos anubla el corazón. La queremos aquí más que nunca. Al lado. Pero su cara se nos va hundiendo en las sombras. Vuelve su voz. Su arrullo. Volvemos a la patria soleada de sus manos. Detalles, ramalazos de sol. Y es ahí que comprendemos de golpe el motivo completo de vivir que es ella: solamente se trata de ser buenos; de agradar a Dios, de servir a la Creación sirviendo a los otros como mi madre servía la casa, la mesa, el calor, la enfermedad. No se agota en un día: es para siempre.

Publicado en El Observador de la Actualidad