El jueves 28, a la una de la tarde, tiempo de México, inició un período inédito en la historia de nuestra Iglesia: Joseph Ratzinger en Castel Gandolfo (estará ahí por dos meses), el departamento papal sellado y el anillo del Pescador destruido. Algunos días en los que los únicos que no cesaron de sus funciones fueron el Camarlengo (Bertone), el Penitenciario (Monteiro) y el Vicario de Roma (Ballini). Al Vaticano lo gobierna el colegio de cardenales. Y a la Iglesia, el Espíritu Santo.
Los católicos, motivados por la avalancha de tonterías arrojada a diario por multitud de medios, corremos peligro de sentirnos no solamente alejados del proceso de selección del nuevo Pontífice, sino inútiles espectadores de algo que un grupo de poder estaría definiendo en base a intereses, chantajes, pecados y una mezcla variopinta de dinero, sexo, poder y prestigio.
El pasado viernes 22 celebró la Iglesia la solemnidad de la Cátedra de Pedro. Se nos volvió a repetir lo que debería estar tatuado en nuestra alma: que las fuerzas del mal no prevalecerán sobre la Iglesia, fundada por Jesús sobre la roca –titubeante y magnífica en su humanidad—de San Pedro. No se nos escape que el Papa es su sucesor. Y el Vicario de Cristo.
La Sede Vacante aspira a encontrarnos en oración. Una cadena de fuerza multitudinaria que unifica su petición por la elección del Romano Pontífice y porque, una vez más, al cerrarse las puertas de la Sixtina, se le cierren también a los malos presagios de la prensa sensacionalista. Los últimos papas nos dan la pauta para esperar con toda y contra toda esperanza. Podemos rezar, informarnos, amar más a nuestra Iglesia en nuestra parroquia, en nuestra acción pastoral, en nuestra participación en los sacramentos. En otras palabras: en este período, seamos sujetos dependientes de Dios y no esclavos miserables de la opinión de los hombres.
Publicado en El Observador de la Actualidad