Son los medios de comunicación los que se llevaron el gato al agua en las últimas elecciones generales celebradas en nuestro país en julio del año pasado. En efecto, según el informe de la organización no oficial “México Evalúa”, los pasados comicios mexicanos rebasaron —en promedio— dieciocho veces el gasto de procesos similares que se celebran en países de América Latina. Y mucho de ese dineral se va a las alforjas de la tele, el radio, la prensa (menos cada vez) y últimamente, las páginas electrónicas y los portales informativos digitales.
Desde luego, se trata de un costo aproximado: el costo real es imposible conocerlo. Pero si se incluyen los renglones directos e indirectos, los legales y autorizados, de financiamiento, así como si se suman las llamadas “prerrogativas indirectas” como son el uso de tiempos fiscales de radio y televisión; el costo de las elecciones en las que triunfó el PRI y Enrique Peña Nieto “pudo haber llegado a 40 mil 248 millones de pesos”, siempre según la misma casa investigadora.
¿Cuánto es esto en dólares? Poco más de tres mil millones; una fortuna con la cual se podría, fácilmente, cambiar el sistema educativo mexicano. O eliminar la pobreza de Chiapas. O la de Oaxaca. Sin embargo, lejos de disminuir, el gasto aumenta. En compra directa de tiempos de radio y televisión, subió diez veces más el gasto de 2012 con respecto a las elecciones de 2006. Y persisten múltiples rincones oscuros, triquiñuelas como las del Verde Ecologista, trapacerías como las de las tarjetas de prepago. Somos un pésimo ejemplo en el mundo: somos los creadores de los comicios más caros. Y tenemos sesenta millones de pobres.
El conjunto hace pensar en un país poderoso. Pero se trata de un país que todavía está a merced de los medios electrónicos. La opacidad obedece, justamente, a la larga tradición que liga la industria de la imagen —sobre todo ésta— con la producción de candidatos del tricolor (los del PAN batallaron mucho y no fueron bien tratados, aunque dieron al duopolio a manos llenas). Y las carretadas de billetes, por encima y por debajo de la mesa, dan a los medios una solvencia económica que de otra forma les sería bien difícil alcanzar.
Cada elección nos cuesta 2.5 veces más que la anterior. Y el porcentaje va subiendo como la espuma. Además, nadie rinde cuentas. A todo el universo político se le olvida que los partidos son entidades de interés público y que es el público el que paga sus “prerrogativas”. Se conducen como entes privados. Y por ello tienen tan buen juego con las televisoras. Porque hablan el mismo lenguaje. ¿El de la democracia? No, hombre, el de la lana.
Publicado en Revista Siempre!