Enrique Peña Nieto es, desde el 1 de diciembre, nuevo Presidente de México. Nuevo por su triunfo en las urnas. Antiguo, pues proviene de un modelo de acción —el del PRI— que se basa en la hegemonía de la política sobre la sociedad y del Estado sobre el ciudadano. Está en su ADN el control. Y el manejo siempre puntual, siempre profesional, de esa cosa tan difusa pero tan efectiva que se denomina en el argot “los tiempos”. Es decir, el uso y el abuso de lo políticamente correcto.
No dar brinco sin huarache, pues. Peña Nieto como Carlos Salinas o Ernesto Zedillo, pertenece a una nueva camada priista. La de los formados en el liberalismo económico y en el estatismo virtual. La solidaridad y la subsidiaridad, principios básicos de una sociedad que quiere crecer, están codificados por un rasgo de posibilismo que las remite al rango de políticas secundarias. Si esto es así, en todos los ámbitos, los medios de comunicación no habrán de ser excepción, brillará por su ausencia el cambio y campeará por sus respetos la componenda.
Los concesionarios estarán muy contentos. Y le echarán toda la carne al asador para que la sociedad esté contenta. Pan y circo. Por lo demás y este hecho no lo puede pasar por alto ningún analista medianamente informado de qué va la cosa en México, Peña Nieto llega a Los Pinos tras un montaje televisivo maravilloso, casi se diría, un montaje digno de la mayor casa relojera suiza. Las piezas del storytelling embonaron a la perfección: el chico bueno que salió de Atlacomulco, que vino de la nada política a suceder a su padrino en la gubernatura, que creció como la espuma, enfrentando una muerte penosa de su mujer, una boda casi real con artista de telenovelas, haciendo de tripas corazón el asunto de los hijos y las aventuras fuera de casa, bien parecido, que recita su lección, que perdona a doña Josefina y a don Andrés Manuel los exabruptos en su contra, que gana sin despeinarse y que va a proyectar a México a los grandes titulares de las revistas del corazón…
Nada podría ser más atractivo para una sociedad educada a la manera de Televisa. La seguridad de que tenemos por fin a alguien que puede disputarle a Felipe de Borbón la exclusiva de Hola! abona y rinde frutos en grandes capas de la sociedad. Existe la esperanza —muy flaca— de que la frivolidad de este storytelling diseñado por avezados despachos de publicidad, se convierte en una vida buena para el cincuenta por ciento de la población mexicana que vive en condiciones de pobreza.
Sin embargo, el problema de guiones tan bien redactados es que los actores no se pueden salir del papel ni improvisar un rato. Tienen que seguir el hilo del parlamento sin desviarse una coma. Y la historia que nos contaron, con final feliz el pasado mes de julio, adolece de un asunto fundamental: peso. Es liviana, endeble, fragilísima. México no está para eso. De la frivolidad de Fox a la tozudez de Calderón a la nada. La democracia está en un pantano. Glamuroso, pero pantano. Espero equivocarme. Espero que ya nos decidamos a crecer. Por nosotros mismos.
Publicado en Revista Siempre!