Decía hace poco, en su sermón, un padre franciscano de La Cruz que el diablo es “aquél que divide”. Crear división entre los hombres y entre uno mismo y el corazón, es parte de su objetivo primordial: es como “gana almas” para el infierno. La mayor astucia del diablo es hacernos creer que no existe, según algunos pensadores. Yo creo que su mayor astucia es hacernos creer que es intrascendente, que se puede jugar con él, que nada o muy poco tiene de maligno.
Nuestro idioma tiene muchos juegos de palabras y bromas que involucran al diablo, y hasta lo hacen simpático.
Hay personas que dejan que se les diga “El diablo”, alguna de ellas dirige una de las empresas más grandes del país. Hay equipos de futbol que son “Diablos” (generalmente rojos), Y si un jugador burla a su contrario, los cronistas califican el lance como “una diablura”. Por supuesto, el refrán “más sabe el diablo por viejo que por diablo”, ayuda a darle características de anciano sabio, bonachón, poco pendenciero.
Nos equivocamos. Dejamos abierta la puerta para que entre a nuestra intimidad. Si lo creemos poca cosa, se va a disfrazar de poca cosa, hasta que haya tomado posesión de su víctima. Y entonces comprobará su crueldad. Mientras tanto, decimos al niño travieso; “es un diablillo”, y en las pastorelas lo ponemos como un verdadero imbécil.
Hay que saber que existe y es enemigo. Sin embargo, lo que difundimos no es su maldad, sino aquello que nos han pintado con cuernos y cola: un monigote de trapo al que cualquiera le puede encender el rabo. No es así. Mejor cuidemos el lenguaje. En las palabras cotidianas se nos puede meter el diablo y va a ser difícil sacarlo de nuestra vida.