Los que se van

“La Iglesia tiene las siguientes características —según San Hilario de Poitiers—: Vence al ser atacada. Es comprendida al ser disputada. Y crece aún más al ser abandonada». He escuchado que algunos abandonan la Iglesia porque «no los comprende». Puede ser que se sientan incomprendidos porque no tienen un «club» a su modo. Puede ser, también, que sean víctimas de la enfermedad del siglo XXI: confundir la libertad con el capricho.

Estoy convencido de que en ningún lugar se es más libre que en la Iglesia católica. Ella nos permite salvar nuestra alma, tener contacto con la Gracia, participar de una economía insólita del perdón y de la reconciliación. No nos impone. Avisa a la conciencia lo que es correcto y bueno. Avisa a la razón lo que es razonable. Hay quienes la oyen; hay quienes permanecen sordos.

Si la Iglesia crece al ser dejada a un lado por quienes no supieron ver en ella a una Madre; si esclarece su rostro cuando se le quiere desaparecer de la vida pública; si se alza con la victoria cuando hay centuriones dispuestos a clavar otra lanza en su costado, es lógico que quienes desean una institución «meramente humana», se enfaden con ella y, a veces, hablen mal o se pasen a otro capillita ávida de fieles donde los acojan «sin pedirles nada a cambio» (eso creen).

Ser Iglesia es sencillo. Quiere decir ser uno. Para eso, hay que amar al otro como Cristo nos ama: sin condiciones. Exige sacrificio. Cosa que viene en nuestros genes. Pero la mercadotécnica anticatólica, mediática, nos ha dicho que no se puede vivir así, que eso es de «perdedores». En efecto, lo es. Solo que si el grano de trigo no muere, no da fruto.