Resulta increíble, desalentador, fatigoso: tras diez años de «querer salvar» la educación en México, programas, pactos para elevar la calidad educativa, más de seis reformas a la Constitución y la inversión de tres billones (miles de millones) de pesos; nuestro país sigue siendo, en promedio, un país de segundo de secundaria.
Fuera nada más eso. Es decir, fuera nada más que estamos situados a 30 años de distancia de los países desarrollados con los que, pomposamente, compartimos «el club de los ricos» (la Organización para Cooperación y el Desarrollo Económico, la OCDE, que, por cierto, encabeza el mexicano José Ángel Gurría Treviño). Pero lo peor es que, lejos de haber formado ciudadanos con valores aunque con malas habilidades matemáticas, ortográficas, de pensamiento y de expresión, nuestras escuelas son el campo de ensayo de lo que sucede en la arena política y en el deterioro de la convivencia en México. El bullying es como la punta de iceberg: es la señal de alarma que nadie quiere ver. Hemos sacado a los valores de la escuela y lo estamos pagando carísimo.
Usted y yo escuchamos, aquí y allá, la opinión de los comentaristas de la radio, de la televisión, gente muy sabia y muy patriota, que nos cuenta cuáles deben ser las soluciones para nuestro país. Paso revista: reforma laboral, reforma fiscal, reforma política, reforma del Estado, de las telecomunicaciones, del empleo, impulsar las exportaciones, atraer turismo, limpiar las policías, vincular a las policías, hacer una sola policía, sacar al ejército a las calles, meter al ejército a los cuarteles, copiar a Japón, copiar a Estados Unidos, copiar a Brasil, unirse con Brasil, ser como Chile, como Finlandia, como Singapur, volvernos monarquía, volvernos una dictadura, volvernos una democracia sin adjetivos, una democracia republicana, una democracia liberal…¿Y nuestra esencia?
Bien decía Jacques Maritain que las esencias «exigen ser respetadas». El gran fracaso de México no es su déficit en la balanza comercial ni haberse convertido en un «Estado fallido». El gran fracaso es haberse olvidado de enseñar en las aulas a nuestros hijos a defender su identidad cristiana, su noción de nación, su evidencia católica. Sin respetar lo que somos siempre andaremos buscando ser lo que no somos. Y los descuartizados por «ajustes de cuentas» son la evidencia que la educación hace aguas por todos lados. Todo por haber sacado la moral de las aulas y por convertirla, como decía el cacique potosino Gonzalo N. Santos, en «un árbol que da moras».