El sentido de la resurrección de Jesucristo se nos escapa de la mente. Pero no del corazón. Una fuerza renovadora, aunque sea pequeñita, alza la mano en la intimidad de cada uno de nosotros y nos enciende, con el cerillo de la fe, el fuego de la esperanza: no todo es en esta tierra –como decía el cántico náhuatl—no todo es aquí.
La más grande revolución de la historia es la Pascua de Jesús. En ella queda escrito que el hombre, no por sus méritos sino por la sangre del Hijo de Dios, tiene una casa: la casa celestial.
Han pasado, sin embargo, muchas pascuas sobre nosotros. Felicidades efímeras. Poco o nada ha quedado en el corazón salvo esa alegría de ver juntos el cielo y la tierra; de ver unidas la vida terrenal y la divina. El ejercicio de conversión al que estamos empujados por la vuelta a la vida del divino Maestro, tras su paso por la Pasión y la Muerte, se nos nota por poquito tiempo. Como si no fuera un acontecimiento central en la existencia miserable, un trallazo de luz en la oscuridad del alma.
Y luego, más pronto que tarde, volvemos a la acción cotidiana, donde somos astutos como serpientes olvidándonos que también deberíamos ser gráciles como palomas. Es decir, misericordiosos. La caridad es la única huella de identidad que asemeja al cristiano con Jesús: ese amor por el hombre, por el otro hombre; ese humanismo sin tasa ni precio, que se vuelve la medida de todas las cosas y de todos los actos. Una caridad que el mundo no espera. Como tampoco esperaban aquellos judíos —que se habían retirado satisfechos después de la crueldad del suplicio de la Cruz— encontrarse con la inmensa novedad del sepulcro vacío. Como tampoco esperaba aquel Longinos que, al atravesar el inmaculado costado de Jesús, manara agua. Es decir, la Iglesia.
El regalo de la resurrección de Jesús no es otro sino la esperanza de un mundo nuevo. Él hace nuevas todas las cosas. Vierte vino nuevo en odres viejos. Los cambia. Aunque sean odres pestilentes como el mío. Si quiero, Él puede.