El mejor documento que se puede leer sobre el sufrimiento en clave cristiana es, a mi humilde juicio, la carta apostólica Salvifici doloris, de Juan Pablo II. “El sentido cristiano del sufrimiento humano”, más que una carta apostólica es un manual insuperable para entender no por qué sufrimos, sino para quién sufrimos los hijos de Dios.
En definitiva, o sufrimos por el otro o el sufrimiento es un escándalo. Se dice fácil, pero el propio siervo de Dios y próximo beato Juan Pablo II nos dio la mejor lección sobre el sentido cristiano del sufrir, con sus palabras y con su vida. O el sufrimiento se entrega a Cristo o no sirve para nada. Más bien, sirve para hundirnos en la nada. En la desesperación, que es el peor de los tormentos que puede soportar el corazón humano.
¿Sufrir con alegría? Esta parece ser una más de las paradojas del cristianismo por las cuales los que no entienden a Jesús lo ignoran; lo hacen ver como un “utopista”. Sin embargo, en este misterio está encerrado uno de los mensajes más bellos del modo de ser cristiano: “Sufro en mi carne –dice San Pablo (Col. 1,24) —lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia”. Y agrega esta frase luminosa: “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros”. El Otro por el que se sufre es Cristo, y a través de Él, los otros, mis prójimos, especialmente los más próximos. La mujer por el marido, el marido por la mujer, los padres por los hijos, los hijos por los padres, los sacerdotes por los fieles, los fieles por los sacerdotes…
El dolor, el sufrimiento del cuerpo o del alma por algún bien del que no se participa, deja de ser paradoja y se convierte en fuente de alegría. No sufro para mí, sufro para Jesús y para la salvación del mundo. También para salvar mi alma. Sufro de manera natural y sobrenatural. Ya es otra cosa. En la Gaudium et spes se dijo lo esencial: “Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte”. También, pienso yo, los enigmas de la alegría y de la vida.