Este domingo, último domingo del año civil, la Iglesia nos pide que, en nombre de la Sagrada Familia, recuperemos el sentido de fortaleza de la sociedad mexicana que reside, justamente, en la familia. Hay muchos gobernantes, legisladores, candidatos y suspirantes del poder que se promocionan como adalides de la defensa de la familia. Pero actúan en sentido contrario. La destruyen aprobando leyes y reglamentos que, por ir en contra del cimiento de la familia, es decir, por ir en contra del matrimonio entre hombre y mujer, van en contra de la cohesión social.
Para que no se me diga que soy un «clerical» (lo cual, para mí, no es una acusación: es un elogio, porque significa que uno está identificado con la Iglesia católica), citaré al sabio chino Confucio (551-479 a.C.): «La fuerza de una nación estriba en la integridad del hogar». Frase redonda donde las haya. Así era entonces y así es ahora. Aunque algunos obtusos, en nombre de una confusa modernidad, refuten a Confucio, porque ellos no piensan en la integridad del hogar sino en la integridad de su cuenta de banco.
He recordado una y mil veces la frase de Chesterton en el sentido de que aquellos que atacan a la familia «no saben lo que hacen porque no saben lo que deshacen». Lo que deshacen es la posibilidad de progreso, bienestar, desarrollo humano, paz y concordia que propicia la familia bien avenida, la familia con oportunidad de empleo, de educación, de salud, de acceso a la cultura y temerosa de Dios. Esa «Iglesia doméstica» en la que, como diría el dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen (1828-1906), «la felicidad pasa por la atención de cada uno por el valor del otro».
¡Eso es lo que necesita México: que atendamos, cada uno, al valor del otro! Sin esa «atención», cuya esencia es contemplar en el otro su dignidad de hijo de Dios, no hay familia, tampoco sociedad, mucho menos un sentido de identidad; es decir, no hay nación.
La Sagrada Familia es una escuela de atención desmedida por el bien del otro. Una escuela de amor.